Capítulo 34

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No existe la verdad,
sólo la interpretación.

—Friedrich Nietzsche.

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¿En qué momento, mi vida cambió tanto? Además, ¿Cómo pudo cambiar tan rápida y radicalmente?

Recuerdo que hace poco más de unos meses, mi día a día se resumía en lamentos, quejas, malos pensamientos y eternas horas de miedo. Miedo a todo, y a todos. Recuerdo perfectamente como transcurrían las horas, los días, las semanas, los meses y los años, recuerdo cómo me sentía a cada rato y en las cosas tan horribles en las que solía pensar.

Aún recuerdo despertar a regañadientes todos los días, alimentarme sin ganas e ir al colegio. Rememoro como solía esconderme para no huir y también pasar el día entero en soledad, bajo el resguardo de las capuchas de mis suéteres y de mis auriculares, no escapa de mi mente la forma en la que evitaba el contacto con las demás personas tanto como me fuese posible. Revivo aún, desplazarme en modo automático, con la mirada eternamente perdida, la mente en otra parte y el rostro demacrado por el cansancio y el hastío. Evoco a la perfección el sentimiento de infelicidad que me inundaba al llegar a casa todos los días, oír los incesantes bufidos y constantes reclamos de mi padre no me hacía sentir mejor tampoco, y mientras lloraba y me desahogaba en silencio al ducharme, me sentía, cada vez, más miserable e inconforme conmigo misma. Obviamente me alimentaba nuevamente, y finalmente, cerraba los ojos, «casi siempre deseando no volver a abrirlos...»

Sin embargo, ahora, todo había cambiado. O más bien, cambió mi perspectiva, así como, mi manera de enfrentar los problemas y también de verme a mí misma.

Había una enorme diferencia entre esa Ava de hace tan solo unos meses atrás, una Ava de aspecto deprimente, mentalmente rota y emocionalmente inestable, siempre intranquila y a menudo bastante insegura de sí misma, y esta Ava que veía ahora frente al espejo cada día, una Ava más abierta, que sonreía y reía mucho más y que ya no sentía vergüenza de su pasado ni de sus cicatrices.

Por supuesto, seguía sintiendo miedo, pero no estaba dispuesta a permitir que ese miedo volviera a tomar el control sobre mí.

El Doc. Arturo tenía razón, estaba recuperada.

Suspiré.

—Sé que me voy a arrepentir de esto...

Miré nuevamente hacia abajo, arrepintiéndome al instante.

Nunca, ni en un millón de años, se me habría ocurrido intentar algo como esto por mi propia cuenta. De hecho, si alguien me hubiese avisado de que en algún momento de mi vida me encontraría realizando, o mejor dicho, sobreviviendo a este semejante impulso de estupidez humana, me hubiera reído por lo absurdo y puramente fantasioso que era.

Sin embargo, ahora solo podía reírme de mí misma.

¿Desde cuándo me volví tan intrépida?

Lo único a lo que respondía mi mente, en este momento, era en aterrizar lo más prontamente posible y llegar al suelo en una pieza. En este preciso instante, ya no me importaba si me atrapaban, o no.

Necesitaba salir, físicamente, intacta de este impulso de valentía.

En este momento, hiperventilaba mientras me encontraba parada de puntillas en el estrecho filo que sobresalía en la fachada de mi casa, ese que, por estética, desde el exterior se encargaba de delimitar el final del primer piso y el comienzo del segundo.

Solitaria©Where stories live. Discover now