Intrusa

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· Contar una anécdota desde nuestro punto de vista y luego desde cada uno de los participantes.


Intrusa

La lluvia hizo que la noche llegue más rápido que de costumbre.

Me había alejado demasiado en busca de comida y no tenía idea de cómo regresar. Temblaba de frío, estaba empapada.

Empujada por un trueno repentino, corrí sin rumbo buscando dónde refugiarme de la tormenta.

Sin pensarlo bien me colé por una ventana abierta en la primera casa que encontré con las luces apagadas. No había nadie en la habitación, pero el sonido de unos pasos pesados llegaba desde el pasillo.

Me apresuré a escabullirme debajo de la cama, pero ya era tarde.

Me habían descubierto.

La escuché gritar algo que no entendí y cerró la ventana por la que había entrado. Vi sus pies acercarse y, antes de que pudiera pensar un plan de escape, ya estaba asomada mirándome de un modo extraño. Volvió a hablar. Seguía sin entender, pero su tono me inspiraba confianza.

—¡Tengo frío! —grité.

La joven volvió a decir algo y sonrió.

—¡Tengo hambre! —insistí, pensando que mi única esperanza ahora era ganarme su compasión.

La mujer se puso de pie y salió del cuarto cerrando la puerta.

Aguardé inmóvil por varios minutos, aterrada de salir de mi escondite y, francamente, sin deseos de regresar a la lluvia.

Aún titubeando, me aventuré a caminar hacia la ventana. Intento que se vio interrumpido por el sonido de las bisagras. Deshice mis pasos a toda velocidad y esperé en silencio.

La mujer volvió a hablar y esta vez depositó en el suelo junto a la cama dos recipientes.

La fragancia de la comida me envolvía invitándome a salir. Mi estómago rugía con fuerza, pero el terror me paralizaba: ella seguía allí. Demasiado cerca, observándome, al acecho.

—¡Vete! —grité—. ¡Tengo miedo!

Respondió algo que no comprendí y me dejó a solas una vez más, la puerta nuevamente cerrada.

Cuando ya no pude oírla, me abalancé sobre el plato, devorándolo hasta la última miga. Al terminar, regresé a mi sito bajo la cama.

Pasaron las horas y cada cierto tiempo la mujer regresaba, llenaba los recipientes y me dejaba a solas.

Pasé toda la noche bajo la cama; mi estómago ya no rugía y el frío ya no calaba mis huesos. El temor se había agazapado en un rincón y se estaba quedando dormido.

Por la mañana, la mujer regresó con más comida y agua.

Ya no tenía hambre. Ignoré el plato y corrí a su encuentro.

—¡Gracias! —grité—. ¡Gracias! ¡Gracias!

Seguía sin entender una palabra de lo que decía, pero aun así me dejé abrazar.

~*~

La tormenta me tomó por sorpresa. La tarde se había oscurecido de un momento a otro.

Encendía la luz de la entrada y recorrí las habitaciones comprobando que las ventanas estén cerradas.

Cuando llegué al cuarto vacío que había sido de mi hermana antes de casarse, me encontré con un par de ojos que me observaron con terror por un instante.

—¡Un gato! —exclamé. Me apresuré a cerrar la ventana para que la lluvia no siguiera mojando el suelo de madera—. Parece que tenemos un intruso. —comenté mirando debajo de la cama, donde el pequeño se había escondido.

No paraba de maullar. Estaba empapado. ¿O empapada?

Estaba segura de que era una hembra, sus ojos grandes y la forma de su cabeza no me dejaban muchas dudas.

—Hola, bebé. ¿Tenés hambre?

La gatita respondió con más llanto.

Me puse de pie y salí de la pieza cerrando la puerta para que mis otros gatos no la atacaran.

Regresé con alimento balanceado y agua, se los puse cerca y volví a hablarle, pero no se atrevía a salir.

La dejé sola una vez más y cuando regresé a ver cómo estaba, había arrasado con todo.

—Pobrecita, estas muerta de hambre —le dije mientras reponía la comida.

Repetí el proceso varias veces hasta que me fui a dormir.

Por la mañana, cuando le llevé de comer, salió de su escondite maullando y corrió directo a mis brazos.

—¡Hola, bonita! —la saludé acariciando su cabeza, debajo de su barbilla, su lomo...—. ¡Que linda intrusa!

 ¡Que linda intrusa!

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