Abrazos para ser feliz

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· Narrar un abrazo

Abrazos para ser feliz

Los que saben dicen que necesitamos un mínimo de cuatro abrazos al día, ocho abrazos para mantenernos y doce para crecer. Y ellos se lo toman muy en serio.

Cada mañana, mientras él prepara el desayuno, ella arrastra los pies hasta la cocina, se presiona contra su espalda usándolo de almohada y lo rodea con sus brazos. A veces ronca un poco, pero igual cuenta.

Después de algunos segundos de modorra, ella toma asiento en la mesa. Del mismo modo que el aroma dulce y familiar de su café con leche, él la envuelve, aprieta sus hombros y planta un beso en su coronilla.

Antes de ir trabajar, un abrazo más para el camino, y van tres.

Nunca falta el abrazo corto y con beso del reencuentro, el de cómo fue tu día. Con esos tienen los mínimos indispensables para sobrevivir.

El resto de la tarde y noche suelen variar.

A veces hay abrazos antes de cenar, a veces de postre. Y para cuando llega la hora de irse a acostar, ya hace rato que dejaron de contar.

~*~

· El final de un amor.

El té

Fueron los pequeños errores, decepciones insignificantes que habrían pasado desapercibidas al ojo inexperto, los que fueron enterrando su amor; una cucharada a la vez.

Sofía tomó dos tazas humeantes y se sentó a la mesa donde su esposo aguardaba leyendo las noticias en su teléfono. Estaba comiendo tostadas y sonido de su masticación le resultaba insoportable.

Sin quitar la vista de la pantalla, Daniel tomó el cuchillo que había usado para la mermelada, lo lamió y lo hundió en el queso untable. Sofía suspiró hastiada y arrastró la taza hasta el alcance de su marido.

Sin mediar palabra, Daniel comenzó a beber lentamente.

—El veneno está en el té —dijo ella dando un sorbo a su bebida.

—Ajam... —murmuró Daniel—. Está rico, sí.

Sofía sopló una risa. Bien podría ser verdad y él no se habría dado por enterado. Pero no valía la pena.

—Hoy me voy —dijo ella y apuró su desayuno.

—¿Salís?

—No. Me voy —aseguró Sofía mientras juntaba los cubiertos—. Te dejo.

Daniel bajó al fin su teléfono y, asintiendo ligeramente, se quedó viéndola recoger las cosas de la mesa.

Desde la cocina, por encima del sonido del agua, Sofía escuchó su voz:

—¿Me dejás el almuerzo hecho?

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