23 ⫸ Las escritoras son malas

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—No me parece justo este trato —dijo Fabriccio en lo que me ayudaba a subir al cuadrilátero.

Me vendé las manos para protegerlas. Skyler no estaba equivocado. No servía de nada practicar tiro en un espacio cerrado y con protectores para los oídos, a la hora de la verdad, ese no era el ambiente en que me iba a encontrar. Lo mismo sucedía con la defensa personal. No me había visto envuelta en un conflicto, pero estaba claro que un agresor no me permitiría buscar mis guantes de boxeo antes de atacar.

—Quieres que te cuente cómo llegué a Sicilia y lo que he estado investigando para Skyler. ¿Todo a cambio de la historia de una cicatriz?

Me puse en posición de pelea cuando él se paró frente a mí con las manoplas para empezar el entrenamiento.

—Sé muy bien que quieres saber por qué Skyler tiene una igual y ni él, ni nadie, sabe de donde salió. —Sonreí—. Mi información es más valiosa.

—¿Por qué sabes dónde se la hizo él?

Me encogí de hombros para no dar respuesta y como castigo empezó el entrenamiento pidiéndome puñetazos y patadas a más velocidad de la que normalmente nos movíamos. No soporté ni cinco minutos antes de pedir tiempo, sin aire en los pulmones y con el sudor corriendo por mi cara.

—Vale, yo te cuento primero —dije, haciendo un esfuerzo enorme.

—Apenas puedes hablar, no podrás contar ni del uno al diez. —Señaló el suelo del cuadrilátero con la cabeza—. Cien abdominales, ahora.

Se me escapó un gemido lastimero, pero obedecí y empecé, controlando mi respiración para recuperar un ritmo cardiaco normal.

—Vine buscando a mis hermanas —explicó en lo que yo hacía un abdominal tras otro, despacio para no desmayarme por el esfuerzo—. Nací en Lazzaro, muy al sur de la península italiana, en las afueras, donde a nadie le importaba lo que pasaba o quién vivía por allí.

>>Mi padre murió cuando yo era un bebé y fueron mis hermanas mayores las que me criaron, porque mi madre apenas tenía tiempo de estar en casa. Se pasaba el día trabajando como sirvienta para una familia adinerada y a veces se quedaba a dormir allí.

Fabriccio daba vueltas a mi alrededor y yo no me perdía palabra porque en los libros que había leído jamás se habló de su pasado.

—Yo tenía diez años cuando entraron a mi casa un grupo de hombres. Mis hermanas me escondieron en la bodega de la cocina. Se las llevaron y, a la mañana siguiente, cuando nuestra madre llegó, yo todavía estaba llorando y escodido.

Me detuve.

—¿Las secuestraron?

—En ese tiempo era común el trato de personas, los secuestros a niños y jóvenes para la explotación sexual. —Se me hizo un nudo en el estómago—. Mi madre no lo soportó, se culpaba. Un mes después se pegó un tiro en la cabeza y yo me quedé solo.

Diez años, solo diez, cuando el hombre frente a mí había quedado a merced de un mundo tan cruel. A veces me preguntaba por qué las escritoras eran tan despiadadas dándole pasados trágicos a los personajes para que te encariñaras con ellos.

En ese momento era peor saberlo. Fabriccio ya no era una persona ficticia para mí, era tan real como yo, como cada vez sentía más real el lugar donde estaba. Él era el hombre que me cuidaba y me decía que era inútil, pero no era lo que realmente pensaba. Le gustaba presionarme y enseñarme. Si hacía un balance de quién me agradaba más desde que había llegado, él sería el escogido.

De cierta forma, me recordaba a mi padre.

—Te faltan treinta abdominales —gruñó.

La verdad era que mi padre jamás me habría torturado con tanto ejercicio. Obedecí y él siguió su historia:

Mi crush literario © [LIBRO 1 y 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora