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Entró al instituto, soltando la colilla del cigarro en el límite con las modernas puertas correderas. Una joven secretaria envuelta en un mullido chal le miró de arriba a abajo, sin poder creerse al hombre que estaba viendo. Jamás había visto a ningún padre con ese aspecto tosco. Conocía a las familias de la zona. Su cara le sonaba, no sabía exactamente de dónde. Llamó la atención del alto e imponente hombre que inspeccionaba su alrededor. Él no se inmutó al oírla.

—¿Qué desea, caballero? —adoptó un tono profesional.

El adulto relajó los hombros y la observó. Pudo notar en ese momento lo atractivo de su actitud, incluso de su físico.

—Vengo por Lucía Davis. Han llamado por teléfono para indicar que estaba en el despacho del director.

—Comprendo —la mujer regresó a su puesto y tecleó, enérgica frente a la pantalla—. ¿Es usted su padre?

Esa última posibilidad la decepcionó un poco. Esposa, hijos... dejó escapar un leve suspiro que dio contra el chal envuelto en su cuello. Pudo aspirar su propio aire caliente. Se le empañaron las gafas.

—No. Soy su segundo contacto de emergencia. La primera persona encargada de su cuidado no ha podido venir.

La trabajadora confirmó la información. Un destello de ilusión volvió a su persona. El nombre de Gala Davis seguido del de Aiden Blake adornaban la ficha de información de la estudiante. Asintió, sin atreverse a hacer preguntas, por más extraño que le pareciera que una adolescente no tuviera padres. Quería continuar la charla para pedirle salir, o una forma de verle, pero su aura inalcanzable la acobardó. En cuanto indicó la sala y el camino que debía seguir, Aiden se alejó con paso rápido dispuesto a resolver cuanto antes el problema. La mujer se arrepintió más de no frenarle cuando llegó su compañera corriendo, diciendo que había tenido la suerte de hablar con él por teléfono y que no podía creer que el comisario más apuesto de la zona estuviera en el edificio.

El policía continuó con su misión, ajeno a lo que provocaba en el resto de su entorno por no parar de darle vueltas al motivo de detención de la chica de rastas. Una pelea. Ella no era una persona violenta, y era su primer incidente desde que vivía en su casa. Esperaba impaciente sus explicaciones.

Al doblar la esquina, vio su esbelta figura sentada en un banco de madera. Iba con un chándal de deporte negro, sencillo, camiseta de tirantes blanca, lisa, adecuado a su estilo movido de vida. Tenía las manos agarradas con fuerzas a la tabla que le servía de asiento y la tez cabizbaja. Movía las piernas de forma rítmica. El americano se sentó junto a ella y clavó su vista en la adolescente, que, intimidada, decidió mantener su postura.

—¿Me vas a regañar? —preguntó ofuscada.

—¿Tengo que hacerlo? —se cruzó de brazos.

—No. Ha sido en defensa propia.

El mayor se reclinó en su sitio y negó con la cabeza.

—Tienes dieciséis años. Creo que ya eres mayorcita para saber lo que te conviene. No te puedes dejar llevar por la impulsividad. Siempre pecas de eso.

—Ha sido para defender el honor de Gala. No debía quedarme callada— dijo, desencorvando la espalda y apretando los puños, coincidiendo sus ojos con los del adulto.

Este vio sinceridad en su respuesta.

—Mira, Terremoto, no sé lo que ha pasado, aunque lo intuyo. Escúchame: no tienes que llevar siempre la razón, ni hacerte oír por encima del tonto. Quien sabe la verdad eres tú, y con eso basta. No puedes ejercer de abogado del diablo, y menos si sales perdiendo.

Lucía aceptó la reprimenda con resignación. Deseó darle más explicaciones para que lo entendiera y justificarse:

—Ha metido a mis padres. Con eso no se juega.

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