46.- Tres sobre ocho

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19 de noviembre
Cancha de básquetbol, Circuito deportivo del Jardín Botánico,
Ciudad Puerto.

En alguna parte el muchacho recordaba haber leído una cursilería acerca de que, difícilmente, un instrumento creado por el hombre sería capaz de medir el correr del tiempo, pues este fluctuaba acorde a los corazones, y ante los enamorados, los que sufrían y los que soñaban, se volvía un auténtico reto. Por supuesto, cada vez que pensaba en ello se convencía más de que quien había dicho eso subestimaba estúpidamente la función del reloj y el calendario; y aunque creía devotamente en la ciencia y la lógica, no podía dejar de pensar en el escrito pues, desde su cumpleaños a ese jueves, parecía que había transcurrido una auténtica eternidad.

La tarde era maravillosa: El brillo del sol se repartía generosamente gracias a la neblina costera que hacía palidecer el cielo y, cada tanto, la suave brisa arrastraba hasta la cancha el aroma a miel de las alyssum, la menta y el romero. Las aves cotorreaban en las copas de los árboles, y pequeños animalitos ya comenzaban a corretear entre los arbustos del parque. La sensación de bienestar y abundancia parecía contagiarse como un virus, uno al que Johann parecía ser inmune.

Todavía le dolía un poco la nariz por el pelotazo del día anterior, y el modo en que el parche que le había puesto su madre le tiraba la piel de la cara cuando arrugaba la frente sólo conseguía irritarlo aún más en aquella frustrante y solitaria tarde de práctica. Los dedos le hormigueaban por el agotamiento, pero la sensación no impidió que volviera a botar el balón, y tras trotar lo suficiente, lo lanzó hacia el aro.

El golpe en el tablero causó el estruendo habitual, temblando nerviosamente mientras la pelota se regodeaba por el borde de la cesta, y finalmente caía por su espacio de regreso al suelo. Johann lo recibió en el aire, y dando una vuelta ágil que esquivaba a algún rival imaginario, corrió de regreso a las bancas donde había dejado sus pertenencias. Tenía las piernas cansadas por la exigencia, pero aunque jadeaba al respirar, no se dio más que un momento de quietud para dar un trago de agua, y volver al entrenamiento como si no tuviera ninguna importancia la hora que acababa de ver en la pantalla del teléfono. El siguiente lanzamiento, sin embargo, fue cargado de ira, y lejos de encestar con gracia y elegancia, prácticamente hizo del balón un peligroso proyectil.

Le molestaba enormemente el poco compromiso de los miembros de su equipo de básquetbol porque, aunque no los había invitado personalmente a todos, más de la mitad lo había visto salir de la secundaria con el balón bajo el brazo y, aun así, ninguno había tenido la decencia de presentarse hasta ese momento. A Italo podía perdonarlo, por supuesto, porque sabía que de no estar cumpliendo el castigo con sus sobrinos lo hubiera acompañado; pero el resto de muchachos, especialmente quienes no eran de tercero...

El siguiente lanzamiento casi arrancó el tablero de su sitio por la fuerza que empleó, pero esta vez, consiguió pasar por el aro. La verdad era que no podía recriminarle a nadie ocuparse de sus propios asuntos, se dijo con pesar, sabiendo que era la abrumadora sensación de soledad la que lo inquietaba y volvía susceptible.

Un rumor de risas femeninas llegó hasta sus oídos entre algunos rebotes de la pelota, causando que la bilis se le subiera hasta la mitad del pecho como si deseara anteponerse a lo que les ocurriría a esas muchachas. Esperaba que para cuando el momento llegara (y no tardaría mucho en hacerlo), Roan ya hubiera regresado de su visita a la preparatoria; no exactamente para compartir con él la sensación de triunfo que lo invadiría, sino para que pudiera hacerse cargo de su hermana, y probablemente también de Alice, quien se estaba involucrando demasiado últimamente con aquel montón de locas, según le habían comentado.

Alice siempre había tenido algo que no terminaba de gustarle, y no se trataba de su familia o el imperio económico de los Pendragon, sino de su actitud deslumbrante que, con toda seguridad, ocultaba algo escabroso. Rudhain había afirmado en los últimos días que Jim parecía estar comenzando a sentir algo por ella, y aunque Alice estaba enterada, se lo estaba ocultando. Él estaba convencido de que su corazonada no se trataba de eso, y mucho menos concebía que pudiera haber un intercambio de sentimientos entre aquel delincuente y la muchacha, pero si eso le valía a Roan para mantener distancia con Jim, él se daba por servido.

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