El HEREDERO

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El millonario llegó con sus reglas… ¡que ella rompió quedándose
embarazada!
Cuando el millonario Harry Styles visionó una grabación de seguridad en la que aparecía una mujer solicitando hablar con él, reconoció de inmediato a Leah Turner. Habían pasado una noche increíble juntos, y
desde entonces había intentado olvidarla. Intentado, y fracasado. ¿Qué podía querer?
La noticia de que estaba embarazada fue como una bomba para Harry…
¡y para Leah lo fue que él la pidiera en matrimonio! Le había confiado
su virginidad, y sabía que podría confiarle su futuro hijo. La química
que había entre ellos era innegable, pero ¿podría confiar en que aquel
griego tan serio le diese algo más?

Capítulo 1 ❤️
DEBERÍAS estar descansando en lugar de preocupándote por mí.
Harry  Styles caminaba hablando por teléfono en el vestíbulo del teatro,
intentando que no se le notara la preocupación.
–Acabas de someterte a una intervención importante… –continuó.
–Y eso me ha dado la oportunidad de pensar. Ya es hora, Harry.
Solo quedan unas semanas para tu cumpleaños.
Las luces de las candilejas parpadearon, indicando que había llegado el momento de que los espectadores ocupasen sus localidades, pero no podía poner fin a aquella llamada sin conseguir que Dimitri se calmara.
–¿Estás sugiriendo que me hago viejo?
–A este paso, no voy a conocer a mis bisnietos…
–No te vas a morir mañana –lo interrumpió. Ya se había asegurado de que lo vieran los mejores especialistas, que habían dicho que si descansaba convenientemente, se recuperaría bien–. Te quedan años
por delante.
–Hablo en serio. Tienes que sentar la cabeza.
–Y lo haré.
No quería asumir más responsabilidades, pero tampoco podía decirle otra cosa a su abuelo.
Los acomodadores dirigían a los últimos espectadores a sus asientos.
Tenía que darse prisa. Echó a andar, pero un torbellino de mujer se
puso por delante, cortándole el paso sin tan siquiera pedirle disculpas.
Es más, ni siquiera vio el frenazo que tuvo que dar para no llevársela por delante. Iba buscando en un bolso cavernoso mientras se apresuraba
para llegar al acomodador.
–¿Qué tal Eleni Doukas? Es guapa.
¿En serio? ¿Dimitri le estaba sugiriendo mujeres?
–¿No te gustan las mujeres guapas? –añadió.
Pues claro que le gustaban, aunque la belleza era solo uno de sus
atractivos. Pero la mayoría de mujeres a las que conocía querían
muchísimo más de lo que él estaba preparado para ofrecer.
–O Angelica –continuó su abuelo–. Sería adecuada. Hace años que no
la ves.
Y tenía sus razones para ello. Culta, bien educada, con las conexiones
perfectas, Angelica le había dejado claro que aceptaría casarse y tener
cuatro hijos, además de mirar hacia otro lado en cuanto a las aventuras
extraconyugales. Pero él nunca sería infiel, y nunca aceptaría algo así
en su esposa. Sabía demasiado bien las heridas y las cicatrices que tales
aventuras dejaban atrás.
–Sí, hace tiempo –contestó.
Reparó en lo que estaba pasando en la puerta. La mujer que había
pasado como una exhalación seguía revolviendo en el bolso. A diferencia de la mayoría de mujeres presentes, no llevaba un vestido brillante sino unos pantalones negros y ceñidos que dibujaban a la perfección su largas, sus muy largas piernas. Bajó la mirada y vio que no llevaba tacones. ¿Sin ellos, y era tan alta? Un interés le rozó la piel como una suave brisa aliviaría el calor de un mediodía de verano.
Llevaba una chaqueta también negra de lana encima de una blusa gris
abotonada hasta el cuello, una combinación que no daba ninguna pista de su figura. Solo que era delgada. Pero fue su expresión lo que le empujó a acercarse.
Seguía buscando en el bolso y miraba con desesperación al acomodador, que continuaba impasible. Se había quedado pálida y sus ojos tenían un brillo sospechoso.
–Y si no te parece bien Angelica…
–Arréglalo –lo interrumpió con determinación. La idea de un desfile
de novias era una locura, pero haría lo que fuera porque Dimitri se
ilusionara por algo–. Preséntame a tus tres mejores candidatas –
autorizó a su abuelo.
–¿En serio?
–Claro –iba a conocerlas, pero no a casarse con ninguna de ellas–.
Estás cansado y no debes seguir preocupándote –debía estar muy
aburrido por verse obligado a permanecer en cama. Por lo menos así tendría algo satisfactorio en lo que pensar para el resto de la tarde–.
Prepáralo. Vuelo mañana por la mañana, así que nos veremos por la
tarde y hablamos de ello.
Te lo prometo. Ahora tengo que trabajar.
–Bien, Harry –respondió en voz baja–. Gracias.
–Que duermas bien, abuelo.
Cortó la llamada y dio los últimos pasos en el vestíbulo. Siendo el
mayor patrocinador de aquel ballet, tenía la mejor butaca del local, un
asiento que, si no se equivocaba, acababa de perder porque el
acomodador había cerrado la puerta con una finalidad brutal.
Si hubiera caminado un poco más deprisa podría haber llegado, pero
es que seguía distraído por aquella mujer.
–¡Cuánto lo siento! –se disculpó con el acomodador, apartándose un
mechón de pelo que se había escapado de la coleta que le caía a la
espalda. Tenía los ojos muy grandes y muy preocupados, y volvió a
revolver en su bolso–. La tenía. Le prometo que la tenía…
–Lo siento, madame, pero sin la entrada…
–Sí, claro –suspiró–. Pero es que… estaba aquí –se buscó los bolsillos
y luego miró al suelo a su alrededor, como si la entrada fuera a
materializarse–. Le prometo que la tenía…
–Por desgracia, es demasiado tarde –espetó, poniendo punto final a la
conversación.
La joven se dio la vuelta casi encogida sobre sí misma.
–¿Algún problema? –le preguntó, acercándose.
Ella lo miró. En un primer momento parecía ausente, pero de pronto
sus ojos se abrieron de par en par. Eran más que azules. Tenían un
toque de violeta.
–¿No has podido encontrar la entrada? –añadió, dando otro paso más.
Ella negó con la cabeza. Seguía mirándolo fijamente y Harry no pudo reprimir una sonrisilla. Estaba acostumbrado a que las mujeres
reaccionasen ante él, pero que se quedaran mudas…
De pronto la joven dio media vuelta y se alejó, y él no pudo resistirse
a seguirla. Seguía buscando infructuosamente en el interior del bolso.
Parecía llevar algo voluminoso en el fondo. ¿Una manta, quizás?
–De todos modos, no dejan entrar a nadie cuando ya ha empezado la
representación.
Ella volvió a mirarlo.
–Lo sé –contestó con una voz adorable–, pero es que la tenía.
Y parecía desear de verdad ver el ballet. Su desilusión era tan
auténtica que experimentó el absurdo deseo de verla sonreír.
–Ah, señor Styles –el acomodador apareció de pronto a su lado,
azorado–. Puedo hacerle entrar si es tan amable de seguirme…
Por un instante vio que la consternación florecía en aquellos ojos azul y violeta.
–No querría molestar a los demás espectadores –contestó–, pero
gracias de todos modos.
El acomodador se alejó y Harry se quedó mirando a la joven de
piernas largas.
–Nadie entra tarde a menos que sea inmensamente rico –dijo en voz
baja.
Cierto.
–Tengo una entrada de más. Puedes usarla para ver el segundo acto –
le ofreció.
–Eh… eres muy amable –contestó, toqueteando el asa de aquel
inmenso bolso–, pero no podría.
–¿Por qué no? Me sobra. Podrías ver con ella todo el segundo acto.
Siguió toqueteando el asa del bolso y sus mejillas recuperaron color.
Sabía que quería aceptar, pero que desconfiaba.
–No hay truco –le aseguró–. Es solo una entrada.
Ella se mordió el labio.
–¿De verdad?
–Sí, claro –se rio. La gente no solía tener tantos remilgos para aceptar
lo que les ofrecía–. No tiene importancia.
El color se intensificó y miró un poco más allá.
–¿No has venido… en pareja?
¿Esa era la razón de su incredulidad?
–No. ¿Y tú?
–Tampoco.
–En ese caso, es que tenía que ocurrir así, ¿no?
–Yo… puede ser.
–Y ahora podemos tomar algo mientras esperamos, ¿no te parece? –
sugirió, señalando el bar del teatro.
–¿Puedo invitarte a una copa para agradecértelo? –preguntó ella.
Harry se quedó sin palabras. Las mujeres con las que salía nunca se
ofrecían a pagar. Lo conocían, sabían lo rico que era y se mostraban
encantadas de fundirse en su estilo de vida. Pero aquella en particular
no tenía ni idea de quién era y, al parecer, no deseaba aceptar sin más lo que él quisiera ofrecerle.
–Por favor –insistió–. No me gustaría sentirme en deuda contigo.
¿En deuda por una entrada?
–De acuerdo –accedió, aunque no pudo resistirse a pincharla un
poco–. Pero la cartera sí que la llevarás, ¿no? No querrás hacer un
ofrecimiento que luego no puedas cumplir.
–Muy gracioso –replicó, con pequeñas chispitas bailándole en los
ojos, pero de pronto arrugó el entrecejo–. Maldita sea… ahora voy a tener que asegurarme –y volvió a rebuscar en el bolso hasta que sacó un pequeño monedero con un gesto florido. Nada de una delgada cartera
llena de tarjetas de crédito.
–Sabía que lo tenía –declaró victoriosa–, pero también juraría que tenía la entrada. ¡Qué idiota!
Inesperadamente todo su mundo se encogió hasta dejar sitio solo para
ella, para sus ojos chispeantes, para su preciosa boca, para su alegría, y
se encontró devolviéndole la sonrisa. Llevaba meses sin sonreír tanto.
–¿Qué te parece si vas pidiendo mientras yo organizo lo de la entrada
con el personal?
–¿Qué quieres tomar?
–Lo mismo que tú.
–¿Seguro que quieres correr el riesgo?
–¿Por qué? –se sorprendió al descubrirse sonriendo de nuevo–. Ahora me siento intrigado. ¡Ve y pide!
Y se quedó mirando cómo se acercaba a la barra. Verdaderamente se
sentía intrigado. Era una mezcla de timidez, torpeza y seguridad. Alta,
delgada, femenina y refrescante. Pero se mostraba cauta y hacía bien,
porque estaba sintiendo la tentación de saltarse el ballet y llevársela
directamente a la cama. Tener aquellas piernas tan largas rodeándole la cintura, obligarla a sonreír otra vez con aquella deliciosa boca…
No era apropiado, ni normal. Nunca había seguido los pasos del
playboy de su padre, y nunca había deseado hacerlo. Una copa, y de
vuelta al trabajo.
Volvió al poco. Estaba sentada ante la barra con dos vasos altos
delante. Dejó la entrada a su lado y tomó uno.
–Arreglado.
Necesitaba la copa pero, al tragar, tuvo que contener una mueca de
disgusto. Aquel brebaje tan amargo no era el champán que esperaba.
–Gracias –le dijo ella–. Has sido muy amable.
No quería que pensara en amabilidad cuando lo mirase. Quería una
reacción algo más intensa. Quería… sí, en realidad quería lo que no
debería querer.
Leah Turner tomó un sorbo de su copa, conteniendo el deseo de darse
un pellizco a hurtadillas. Aquella era la clase de cosa que a ella nunca
le ocurría. Que el hombre más guapo que había visto la interceptase
durante el momento más humillante y galantemente se ofreciera a
transformar su desilusión en otra cosa… y era endiabladamente guapo.
Alto, delgado, fuerte, poderoso, con un magnetismo sensual que no era
normal. Desde luego ella no había sentido nunca atracción sexual a
primera vista, hasta el punto de que no podría decir qué la maravillaba
más: no perderse el ballet o poder estar un momento con aquel hombre.
Tenía unos ojos… los ojos verdes solían ser una mezcla de colores:
verde mezclado con azul, o con avellana, o con bronce, pero los suyos eran del más puro verde bosque. Tan poco comunes, tan sorprendentes
que tenía que recordarse constantemente que no debía quedarse mirándolo.
–¿Tienes algún puesto importante aquí?
–No.
No podía creerlo. Lo había visto hablando con la directora del teatro y ella se deshacía en sonrisas deferentes y palabras amables. Tenía algo
más que encanto. Tenía poder.
–¿Cómo es que estás aquí sola?
No podría decir qué dos cualidades se mezclaban en él, pero el
resultado era que se estaba derritiendo como un solitario copo de nieve en el alféizar de una ventana.
–No estoy sola. Mi amiga ya está aquí, pero en el escenario.
–¿Es bailarina?
–Sí. Me envió una entrada, pero he llegado tarde porque he tenido que
ayudar a Maeve un momento.
–¿Maeve?
–Una de las residentes en el centro de asistencia en el que trabajo. Es
encantadora y las dos compartimos… cosas –simplificó. No tenía por
qué hablarle de su trabajo nuevo, ni de la gente con la que ya había
conectado–. ¿Por qué has llegado tarde tú?
–Por una llamada de teléfono.
–¿Problemas con la novia? ¿Te ha plantado y por eso estás aquí solo?
Él alzó las cejas.
–¿Qué? ¿Es que nunca te han dejado plantado? –le preguntó. Y no
tuvo más remedio que admitir que era lo más probable.
–No tengo novia –contestó, con aquella increíble sonrisa suya–. Ese
es el verdadero problema, según mi abuelo.
–¿Estabas hablando con tu abuelo? –se sorprendió–. Quiere que
sientes la cabeza, ¿no? Él asintió fingiendo seriedad.
–Y que le dé herederos a la fortuna familiar.
Por supuesto. Tenía que haber una fortuna familiar. Un traje que se
ajustaba como aquel tenía que estar hecho a medida y el reloj que
brillaba en su muñeca gritaba lujo a pleno pulmón.
–¿No quieres hacerlo?
–Todavía no –contestó, sin disimular que la idea le repelía.
–¿Todavía? –bromeó. La luz juguetona de su mirada dejaba claro que
había mucha diversión aún por disfrutar. ¿Cómo no iba a ser un
playboy? Todas las mujeres lo desearían. Pero le siguió el juego–.
¿Porque tienes demasiado que hacer? ¿Demasiado trabajo? ¿O
demasiadas opciones?
–Nada de lo que has dicho. Simplemente no iba a venir acompañado al ballet.
–No me creo que no tuvieras opciones. Lo de venir solo ha tenido que ser deliberado –ladeó la cabeza–. ¿Por qué tengo la impresión de que tu pobre abuelo va a tener que esperar un rato?
Él se encogió de hombros y su sonrisa palideció un poco.
–Es que lleva un tiempo que no está bien, y eso le preocupa. Por eso
me ha dado la charla. Leah le vio apartar una esquirla de dolor. Que no hubiera puesto punto final a aquella llamada a tiempo de entrar en el
teatro mostraba la paciencia, la lealtad y el respeto que sentía por su
abuelo.
–Las expectativas de la familia pueden resultar difíciles –ofreció con sinceridad–. Yo soy una eterna fuente de desilusión para la mía.
Él la miró a los ojos y se quedaron así un momento, en silencio,
estudiándose, y se convenció de que había mucho más escondido detrás
de aquella fachada perfecta.
–No creo que puedas ser una desilusión para nadie –murmuró al final, tan en voz baja y tan serio que ella no pudo limitarse a sonreír y
quitarle importancia.
–Pues te equivocas.
La miró otra vez en silencio.
–¿Tu familia también quiere que te cases?
Ella rompió a reír.
–Tienes razón. Es una idea espantosa –añadió él.
–No, no lo es.
–Te equivocas –dijo, alzando su copa–. Todos los matrimonios
terminan en sufrimiento. –Vaya… ¿es lo que te ha pasado a ti?
A punto estuvo de atragantarse con la bebida.
–No. Nunca me he casado. Y no pienso hacerlo –sonrió. –Porque… –
respiró hondo mientras lo estudiaba–. ¿Tus padres? Le llegó una mirada
de puro dolor. –Sí. Pobre abuelo…
–¿Tan predecible te parece que soy?
–Creo que todos sufrimos a veces. Y a menudo la gente que más dolor
nos causa son las personas a las que deberíamos estar más unidos.
–Yo no estoy unido a ellos –contestó, forzando otra sonrisa–.
Háblame de tu amiga bailarina. ¿Es su debut?
–No. Es que yo hace poco que vivo en Londres, así que no he podido
verla actuar hasta esta noche. Y ahora me lo he perdido.
–Solo el primer acto. Y no tiene por qué saberlo.
–¿Crees que tendría que mentirle?
Él sonrió como si estuviera ante un tímido corderillo. –Estarías
omitiendo parte de la verdad. Eso no es mentir. –Por supuesto que lo
es. Es no ser completamente sincero. –¿Y siempre debemos ser
completamente sinceros? –¿Tú crees que no?
–Creo que quizás estás siendo un poco inocente… –se inclinó hacia
ella–. A veces, decir la verdad no sirve de nada. Si solo vas a conseguir
hacer daño a la persona que la escucha, ¿por qué hacerlo?
Tuvo la impresión de que ya no se estaba refiriendo al hecho de que
se hubiera perdido la primera mitad.
–Entonces, ¿omitirías la verdad, o dirías una mentira, para proteger a
alguien? –Por supuesto.
Lo dijo con tanta certeza, que supo que para él era así. Pensó de
nuevo en su abuelo, y se preguntó de qué lo estaba protegiendo.
–¿Qué le haría más daño a tu amiga? ¿Saber que te has perdido la
primera mitad, o no saberlo nunca?
–Si alguna vez llegara a enterarse de que la he mentido, eso es lo que
más daño le haría.
Pero si le digo la verdad, simplemente se reirá de mí.
–¿Y eso no te hace daño?
Ella se encogió de hombros.
–Mi delito no sería tan crítico, y siempre me estoy riendo de mí
misma. Podremos reírnos juntas. Un dolor compartido pierde algo de su
escozor, ¿no te parece?
–No siempre.
–Mm… el problema es que una omisión conduce invariablemente a
más mentiras. Me preguntará qué me ha parecido la primera parte y
tendré que seguir mintiendo.
–O podrías no hablar de ello.
–Así que tu solución es enterrarlo todo y vivir en la negación total,
¿no? –sonrió–. ¿Fingir que nada malo ocurre nunca? –se inclinó hacia
él y añadió–: todo eso vuelve luego y te persigue.
–No me digas que crees en fantasmas.
–Bueno, creo que algunas cosas, sobre todo los sentimientos, no
pueden permanecer enterrados porque se alzan como zombis y te
devoran la cabeza hasta el punto de que dejas de ser capaz de pensar
con claridad.
Le ocurría con frecuencia.
–Entonces, ¿te dejas guiar siempre por los sentimientos, en lugar de
por los pensamientos racionales?
–Soy humana –suspiró–. Intento ser buena y no hacer daño a los
demás.
–Entonces, apuestas por la sinceridad.
–A ser posible, sí.
–A ser posible –sonrió–. ¿Y cómo esperas que reaccione tu amiga?
–Sé que se reirá. No es la primera vez que la lío.
–¿Hace mucho que la conoces?
–Crecimos en la misma ciudad y fuimos a la misma clase de ballet.
–¿Tú ya no bailas?
–Era más por pasión que por talento.
–¿Y no es la pasión el ingrediente principal? El talento sin pasión no
es nada. La técnica puede aprenderse. La pasión, no.
–Bueno, es posible, pero es que además soy más alta que la media –se encogió de hombros–.
Y si le añades las puntas, le saco una cabeza a la mayoría de hombres.
No era la única razón por la que lo había dejado, pero él no tenía por
qué saber nada sobre su constante incapacidad para cumplir las
expectativas de sus padres.
–¿Por eso no llevas tacones? ¿Para no ser más alta que tus hombres?
¿Sus hombres? La idea le hizo gracia.
–Voy plana porque es más cómodo. Me visto para gustarme a mí
misma, no a los hombres.
Él sonrió.
–Genial. Pero no eres más alta que yo. Podrías llevar tacones cuando
saliéramos.
–No voy a salir contigo.
–¿No es lo que estamos haciendo en este momento? –bromeó. –Por
accidente, no porque lo hayamos planeado así. –Entonces, ¿no saldrías
conmigo si te lo pidiera? –¿Me lo pedirías?
La sonrisa se le había quedado prendida de los labios.
–Puede que lo mejor sea que omita la respuesta a eso –contestó tras
tomar otro sorbo–, porque puede que la verdad te aterrorice. A mí me
asusta un poco –clavó la mirada en su boca y una ola de calor le corrió
por el cuerpo–. ¿Qué es lo que te gusta del ballet? ¿Los tutús? ¿El
romanticismo?
–No hay nada romántico en el ballet –respondió, ocultando el instante
de conexión–. Es implacable.
–¿Te refieres a las ampollas y a las lesiones?
–A mucho más. ¿Sabías que, en esta obra, la protagonista se vuelve
loca y muere porque el hombre al que amaba la mintió? ¿Porque
decidió no decirle que estaba prometido a otra mujer? A mí eso no me parece nada romántico.
–Fue la idea de casarse la que causó todos los problemas, ¿lo ves? –se
rio.
Ella elevó la mirada al cielo pero también se rio. Justo en aquel
momento se abrieron las puertas del teatro y los espectadores salieron,
destruyendo la sensación de intimidad que se había creado entre ellos.
El tiempo había pasado deprisa, y le dio pena que hubiera sido así.
–Deberías ocupar tu asiento –sugirió él–. No querrás llegar tarde otra
vez… –De acuerdo.
Pero las mariposas que revoloteaban por su estómago no parecían
querer posarse. Pasar el resto de la velada con él… aunque sabía que
solo estaba pasando el rato, seguía resultándole increíble.
Leah siguió a la acomodadora que esperaba y el pulso se le aceleró al
comprobar que la llevaba a la mejor butaca del teatro, pero cuando se
volvió para darle a él las gracias, se encontró con que no estaba. Era ya
demasiado tarde cuando se dio cuenta de la verdad. No estaba sentado
con ella porque no tenía una entrada «de más». Era la suya propia la
que le había dado.

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