✺ INTRODUCCIÓN ✺

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GRAND CENTRAL TERMINAL DE NUEVA YORK - ACTUALIDAD

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GRAND CENTRAL TERMINAL DE NUEVA YORK - ACTUALIDAD

Despertarse con los primeros rayos de sol de la mañana nunca fue del agrado de Richard Ward, a quien la calidez de las sábanas y las mantas que le cubrían de pies a cabeza en su lecho le parecía la sensación más placentera del mundo. Suficiente había tenido ya con amanecer antes incluso del canto de los gallos para comenzar con su jornada laboral durante toda su juventud, como para seguir haciéndolo ahora que podía considerarse retirado y jubilado de aquella vida.

Tan absorto como estaba en su quinto sueño, no se percató de que un reloj despertador de por lo menos cien años de antigüedad no paraba de repiquetear y bailotear por sobre la superficie de su mesilla de noche. El subconsciente de Rick luchaba con todas sus fuerzas por traerle de vuelta del mundo de los sueños y, sin embargo, diez largos minutos hicieron falta para que unos ojos azules inyectados en sangre se distinguieran entre la oscuridad de la habitación —si es que a aquello se le podía llamar habitación—.

Su hogar se limitaba a la mísera cantidad de treinta metros cuadrados de una superficie total de diecinueve hectáreas que alojaba la Grand Central Terminal de Nueva York. El reducido espacio de habitabilidad se dividía en cocina, baño, una estrecha sala de estar y su cuartucho; no obstante, hacía años que había dejado atrás el materialismo que solía caracterizarle, Rick era ahora feliz con lo poco que tenía.

Otros diez minutos pasó desperezándose hasta que pudo levantarse de la cama para retirar las cortinas y abrir la ventana. El desagradable olor a tabaco y alcohol en el ambiente pedía a gritos aire fresco y ventilación; aun así, no tardó en sacar el paquete arrugado de Chesterfield del bolsillo trasero de sus pantalones para encenderse el primer cigarro del día al que le sucederían diez más a lo largo de la mañana.

El siguiente paso en su rutina consistía en acercarse al gramófono colocado encima de la mesa recibidor de la sala de estar, colocar la aguja sobre su disco favorito y esperar unos segundos a que el Jazz se hiciera con el control de todos los altavoces repartidos por el andén 45. Mientras tanto, encendía la cafetera, tomaba la botella de Old Fitzgerald Bourbon y metía dos rodajas de pan en la tostadora. Tiraba la ceniza de su cigarro por el fregadero, le daba dos caladas más y el café estaba listo. Añadía dos chorritos del Bourbon al café, la tostadora pitaba, sacaba las tostadas y apagaba el cigarro en el cenicero.

Desayunaba distraído con la mugrienta pared de ladrillo frente al sofá, meciendo su cuerpo al ritmo de la música y danzando un suave charlestón. Miraba su reloj de pulsera Harwood, las ocho y veintisiete de la mañana. Apilaba la taza del café y el plato de las tostadas junto al resto de platos sucios del fregadero y se prometía limpiarlo más tarde. Por último, se encendía su segundo cigarro del día y tomaba su boina del perchero cuando las agujas del reloj marcaban las ocho y media. Era el comienzo de otro día más en su cíclica existencia.

La escoba, el paño y el limpiacristales le esperaban en el mismo lugar de siempre. Rick solo ocupaba una responsabilidad: adecentar y velar por el andén 45, día sí y día también. Disponía de exactamente treinta minutos para barrer y despejar de obstáculos la zona antes de que los pasajeros de las nueve aparecieran por las grandes puertas de la estación. Era toda una odisea, el andén terminaba atestado de tantas personas que no cabía ni un alma —nunca mejor dicho—.

El juego del demiurgoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora