un vuelco al corazón primera parte

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Banyuls Francia Reserva 1998
Prueba lo dulce del amor

Todavía recuerdo cuando llegué por primera vez. Era como si me estuviera envolviendo en un remolino de sueños; nuevos caminos y horizontes se avecinaban o eso creía yo. Tuve que pasar por mucho para entender que por más hermosa que fuese la torre había más adelante otros caminos y monumentos maravillosos por descubrir, historias preparadas para ser contadas y sueños esperando para convertirse en realidad. Y hablando de sueños, precisamente el más grande de los míos fue llegar a esta ciudad. Estar acompañada para cumplirlo era algo irrelevante. Sin embargo, una grata compañía no me hubiera sentado nada mal.
Justo antes de partir, un montón de pensamientos inundaban mi mente y ponían en marcha mi imaginación. El miedo había sido el protagonista en mi vida a la hora de tomar decisiones y el haber venido aquí fue como una bofetada que por fin pude ejecutar en su contra. El proceso de adaptación se me dio bastante fácil: la cultura de este continente es como otro universo, uno que yo quise explorar para conocer su gente, su comida, sus calles y las ideas de los intelectuales del momento… Era todo un sueño hecho realidad. En contraste, me venía a la cabeza aquel ritmo de vida lento que me daba mi ciudad natal; las tardes en la oficina eran bastante tediosas y de no ser por el amor a la fotografía hubiese muerto del asco. Porque la tranquilidad trae consigo el desespero por sacudirse y esto yo la mayoría del tiempo lo experimentaba, ya que considero que no hay razón para quedarse quieto. No obstante, también he de decir que ese lugar me regaló una historia que aquí voy a contar, una de esas historias que te marcan y que no se olvidan.

Ahí estaba en mi oficina, recortando las fotografías que había tomado el día anterior para el grupo de diseño. Había pasado una semana desde que nuestro diseñador gráfico había renunciado. Según escuché, le ofrecieron un mejor salario en la competencia, pero solo eran rumores de pasillo. En todo caso, se me encargó más trabajo de lo normal por la vacante de su puesto y yo ya comenzaba a desear que llegara su reemplazo. Mi labor principal era tomar las fotografías para las diferentes campañas de publicidad, pero por esos días hice las veces de diseñadora. Mario, el ingeniero informático de la compañía y mi gran amigo, me ayudó en lo que más pudo sin importar mis ataques de ira, puesto que la calma no se me da fácilmente.

—¿Has escuchado los rumores que hay? —dijo Mario entrando en la oficina. Llevaba unos pantalones un poco ajustados, su camisa de cuadros favorita y la computadora en brazos que parecía una extensión de su cuerpo.
—Que entrará un diseñador con mucha más experiencia que el anterior y que seguro también es por ayuda política… —contesté sarcásticamente—. Sí, he escuchado esos rumores.
Mi humor nunca fue la razón por la que el nerd de la oficina y yo logramos congeniar, pero a final de cuentas él siempre reía y me decía: «tan chistosa como siempre».
—Pero no he venido a traer chismes, sino para ayudarte a editar el último filtro —agregó con la cabeza gacha, percatándose de evitar irritarme.
—¿De qué estás hablando? No he terminado con el recorte de fotografía. Es muy pronto. Son más de cien intentos para la toma perfecta.
—Lo sé. —Me miró a través de sus lentes con expresión pasiva—. Sé que te recargaron mucho trabajo, por eso es que vengo a ayudarte. Si nos concentramos, en unas horas terminaremos.
—Por favor, Mario, el trabajo de una semana no lo terminaremos en cinco horas —aseveré.
—No serán cinco horas. —Vaciló y sacó una caja de pollo frito de su maletín—. Nos llevará toda la noche, así que traje comida.

Después de haber terminado su triunfal intervención mostrando la caja de comida, y antes de que yo dijera nada, se incorporó en la silla que quedaba disponible en la oficina, abriendo luego su laptop para comparar los archivos que cada uno tenía. Aunque tuve ganas de explotar y salir corriendo, el olor a pollo no lo permitió. Me quedé sin armas y a regañadientes comencé a trabajar.
Mario terminó teniendo razón y tras diez horas de arduo trabajo terminamos. Dormimos un poco en la oficina y cuando el sol se asomó por la ventana, corrimos fuera a nuestras casas para cambiarnos y volver a la hora de la reunión.
Amaba mi trabajo. Tuve la suerte de ubicarme en un empleo donde ejercía mi gran pasión: la fotografía. Disfrutaba mucho captar a los modelos en diferentes lugares y paisajes —principalmente cuando eran vallas publicitarias porque el proyecto así lo ameritaba—, aunque eso dependía del tipo de producto a vender; a veces solo bastaba el fondo verde y la magia del diseño gráfico hacía el resto.
El edificio de la agencia me gustaba bastante; de este tengo muy buenas tomas. Su arquitectura era bastante colonial… Era porque por ahí escuché que lo habían demolido. El caso es que contaba con una estructura sólida, ladrillos antiguos, columnas resistentes y un hermoso color caoba con una tonalidad en vino tinto para los acabados. Su presencia le daba un matiz diferente al centro de Pereira. La empresa en que yo laboraba estaba en el quinto piso y la sala de juntas quedaba ubicada precisamente al frente del Parque Bolívar. Yo solía dispersar mi mente al mirar la gente que frecuentaba el lugar y los árboles que se veían desde las ventanas, pensando al tiempo cómo tomar una buena foto. Me era más interesante que ver a mis compañeros, de los cuales ese día solo habían ido tres sin contar al jefe operativo.
—Antes de ver los avances que han tenido Mario y Gabriela
—escuché a mi jefe decir—, presentaremos en unos instantes al nuevo diseñador de la compañía. Así que ahora estarán más tranquilos con los proyectos y cada uno estará en sus funciones
—terminó con una sonrisa. Mientras tanto yo aún pensaba en el paisaje de la ciudad.
—Ya era hora, ¿cierto, Gaby? —opinó Mario al tiempo que me daba un pequeño golpe en el brazo que me trajo de nuevo a la realidad.
—Sí, necesito más horas de sueño para estar concentrada —bromeé.
No era cierto. La concentración no ha estado de mi lado ni en mis más grandes exposiciones; el trabajo no era la excepción.
Observé entonces la perilla de la puerta moverse: alguien estaba entrando. Todos tenían sus caras de curiosidad, pero yo, por el contrario, quería ir a casa.
Ahí estaba el tan esperado diseñador. Asomó su cabeza: cabello castaño, rizado, cejas pobladas. Su torso se abalanzó hacia delante en compañía de sus pies para terminar de entrar y entonces su mirada se posó sobre la mía súbitamente; yo era la única chica en la sala. Sin dejar de mirarme, se presentó ante todo el comité.
Yo no podía dejar de fijarme en sus ojos penetrantes color marrón. Mi respiración se tornó agitada, mis manos sudorosas y, sin saber por qué, mi cara se fue sonrojando; parecía avergonzarme por tener sus ojos puestos en mí. Lo vi acercarse para saludar a la única que faltaba.
—Mucho gusto —me encontré con su mano estirada para recibir un saludo y correspondí a ello por inercia—, Carlos.

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