Capítulo tres

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Ernesto

En el interior del carro por fin pudo deshacerse del sofocante saco y moño en el cuello. Si bien el evento estuvo entretenido, alargar su estancia lo agotó. A su lado iba José María, su representante, y al volante Omar, el primo de José María. Los tres eran buenos amigos desde la secundaria, compartían el amor por las bicicletas y la música indie. Y aún con los años seguían disfrutándolo.

Ernesto no quiso dejarlos atrás luego de conseguir el papel que lo catapultó al estrellato. Eran los tres o no era ninguno. Por suerte consiguió incluirlos entre la gente del staff hasta convertirlos en su equipo de trabajo.

Con la somnolencia entumeciendo su cuerpo, Ernesto rebuscaba su teléfono en la mochila puesta entre él y José María. Tenía la sensación de que se estaba perdiendo de algo grande. La misma sensación que lo persiguió cuando ya no la pudo retener.

José María le tocó el hombro al notarlo desorientado.

—¿Qué pasa? —preguntó en tono afable.

Ernesto se forzó a sonreír.

Su mente se había vuelto en los últimos seis años una pizarra repleta de cosas por hacer, cosas que prefirió ignorar porque resultaban dolorosas. En su lugar, se concentró en meditar todas las opciones surgidas a partir de su participación en la película Perdidos, donde interpretó a un joven universitario que sale a esquiar con su grupo de amigos, pero son víctima del mal clima que desencadenó una avalancha y los forzó a caer en los instintos primitivos del ser humano para asegurar la supervivencia; tuvo un impacto sensacional en todo el mundo y una ovación a su gran trabajo. Sin embargo, se sentía fuera de sí, como si todos sus logros fueran un espejismo muy lejos de su alcance y estuviera condenado a observarlos igual que una película que se reproduce sin cesar. Lo peor era que la pizarra en su cabeza aparecía con más frecuencia, obligándolo a echar un vistazo en el pasado que a veces sí y a veces no quería dejar atrás.

José María volvió a insistir. A ellos no les podía mentir.

—Quiero volver —dijo al fin en un suspiro.

Tuvo la sensación de que Omar apretaba el volante con fuerza y el rostro de su amigo José se contraía nervioso.

Volver a su ciudad natal significaba también volver a las sombras de su pasado. Decir que todo lo vivido fue malo sería engreído de su parte, no obstante, le costaba trabajo imaginarse de vuelta. Pero la curiosidad lo sofocaba. La curiosidad de saber qué fue de los padres que decidieron darle la espalda, de los amigos a los que no les pudo compartir de su suerte, de su querido hermano que sin falta le escribía todos los días pero no había podido visitar, de... De ella. El sólo hecho de permitirse pensar en su mirada atiernada y luminosa, en su sonrisa tímida y en las inexpertas caricias que le regaló, calentaban su corazón y las ganas de llorar se agolpaban con frenesí en sus ojos.

Le tembló el mentón, tuvo que respirar despacio para deshacer el nudo en su garganta.

—Es una locura, lo sé —continuó—, pero últimamente la sensación de que me estoy perdiendo de algo grande me descoloca.

Omar se orilló y prendió los intermitentes. La piel sonrosada de José María palideció; lucía como alguien atrapado con las manos en la masa.

—No están obligados a seguirme —se apresuró a decir Ernesto.

El silencio se prolongó. Ernesto no sabía cómo interpretarlo, pues tanto Omar como José tenían tanto que decir siempre, no importaba que fuera serio el problema o la última tontería que escucharon mientras deambulaban por la calle. ¿Habría sido demasiado para ellos su deseo de volver que se quedaron mudos?

Yo quisiera amarte (borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora