Capítulo ocho

19 2 31
                                    

Ernesto

Le dolía el corazón, pero muy en el fondo sabía que su propósito en aquella fiesta era absurdo. Habían pasado cinco años, era obvio que Verónica continuaría porque así era ella, se ensimismaba si era necesario para continuar, más nunca se quedaba quieta a la espera de ser rescatada. Eso mismo lo hizo amarla. Su fuerza y destreza para soportar el peor temporal, no obstante, también le hubiera gustado ser un pilar firme para ella. Una cama para cuando necesitara descansar. La brisa para llevarse sus preocupaciones. El agua para limpiar cada una de sus heridas. El tiempo para estar siempre a su lado. Y, al final, todo quedó en el hubiera.

La mujer frente a él era una persona diferente. Con los pies en la tierra e imponente. Los rastros de la niña soñadora que fue sólo habitaba en sus recuerdos y caer en cuenta de ello reforzaba el hecho de que aún seguía anclado en el pasado. Ya no había manera de detener lo inevitable, era hora de avanzar y enfocarse en él, curar las heridas que la culpa profundizó en su carne y, quizá, volver a enamorarse.

Una lágrima rodó por su mejilla. Sería la última, se prometió.

—Me conformo con eso. —Acarició con sumo cuidado el mentón de Verónica—. Si eres feliz, yo también lo seré.

Al principio creyó que sus palabras afectaron de más a Verónica por cómo su mirada se fue tornando oscura, parecía temerosa, pero no era a él a quien miraba. Se giró y vio lo que ella. La dama que lo acompañó en la velada estaba de pie en el umbral de la entrada al patio, ataviada de preocupación. Con paso lento se acercó a ellos no sin antes asegurarse de que nadie más la siguiera, y sujetó el brazo de Verónica como si quisiera sacarla de ahí lo más rápido posible. Ernesto se preocupó.

—Señora Verónica, su esposo la espera para despedir a los invitados —le dijo con voz temblorosa.

Verónica la miró y luego a él, le dedicó una media sonrisa y devolvió su atención a la joven.

—Gracias, Sandra. Quédate con el señor Almonte.

Ernesto tuvo que sostener una sonrisa condescendiente en cuanto Verónica los dejó solos. De cierta forma la compañía de la señorita Sandra era placentera, los temas conversados durante la cena no se centraron en su ascenso a la fama ni en el personaje que lo produjo, más bien fueron sobre la forma en que veían la vida. Al ser alguien que estaba seguro no volvería a ver, le mostró lo que en su corazón guardaba y, quería creer que ella hizo lo mismo.

Sin embargo, en ese momento, su cabeza era un trozo de papel blanco, la conversación con Verónica lo dejó aturdido y confundido a partes iguales, así que le era difícil hablar de algo trivial. Por suerte, Sandra tomó la iniciativa y, con pasos un tanto indecisos al principio, acortó la distancia entre ellos. Del bolso extrajo un tupper en el que guardó un par de trozos de gelatina cristalina, en el interior parecía contener partes de una figura, quizá una flor o una fruta. La sonrisa en sus propios labios lo tomó desprevenido.

Sandra extendió el tupper hacia él.

—Guardé su parte. Sabe bien —dijo, sonreía nerviosa.

A Ernesto le gustaban las cosas dulces y coloridas, por eso su estómago sucumbió a la tentación de probar el trozo de gelatina y, a su vez, avergonzarse por el rugido flotante en el aire que este mismo produjo. Sus mejillas se ruborizaron.

Pareció sentir que se derretía entre su paladar y lengua al masticar, provocando en su cuerpo un espasmo que relajó cada uno de sus músculos. Delicioso, pensó luego de tragar. Todo ante la mirada atenta de Sandra. Se imaginaba lo que la chica se preguntaba internamente, la forma en que miró a Verónica dejó en claro que no estaba cómoda en agregarse a una complicada ecuación, la cual apenas descubrió que existía.

—No es...

—Lo sé —lo interrumpió, y se metió un poco de gelatina a la boca—. La señora Verónica es una buena persona, y las buenas personas hacen las cosas correctamente.

La boca del estómago de Ernesto se apretó y lo dulce de la gelatina se convirtió en jarabe amargo.

Verónica era correcta en todos los sentidos, no hubiera importado que todavía compartiera sentimientos hacia él estando casada con otro, sus votos y el respeto hacia esa persona la haría desistir. Pero estaba claro que allí el único que seguía viviendo en el pasado era él.

Sonrió, abatido.

A lo largo de su vida nada le resultó fácil. En su niñez tuvo que cargar con la responsabilidad de criar a Damián mientras sus padres arreglaban los problemas financieros, originados de una mala inversión y que les costó cada uno de los patrimonios que con esmero construyeron; sus padres siempre le dejaron claro que no era necesario cargar con la responsabilidad, pero ver a su pequeño hermano tratando de hacer todo por sí mismo sin el apoyo que él recibió de pequeño era insoportable. La familia nunca pudo recuperarse de esa pérdida. Fue entonces que otra responsabilidad recayó sobre sus hombros, escoger una carrera demandante para mejorar la economía y volverse el proveedor mayoritario de casa, sólo que nadie imaginó el amor hacia la actuación que lo hizo sucumbir luego de acompañar a Verónica a un recital en el teatro. No pudo cumplir el objetivo, se arriesgó a perseguir sus sueños y aceptó ser repudiado por sus progenitores. A veces se lamentaba al pensar en el sufrimiento que le infringió a Damián por su egoísmo, y en otras se enorgullecía de lograr lo que muchos le dijeron que jamás podría.

El recuerdo de Damián y Verónica divirtiéndose en el parque, mientras corría uno tras el otro, fue de lo que se apoyó para soportar las adversidades. Y ahora Verónica ya no tendría cabida o nunca sería capaz de dejarla ir.

Un par de lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Sandra se sobresaltó y, antes de poder detener la mano que tenía libre, atrapó una entre sus dedos. Ernesto la miró a los ojos, ella se encogió y retrocedió avergonzada por su atrevimiento.

—Lo siento, señor Almonte —susurró, compungida.

—Tranquila, está bien.

—No. —Sacudió la cabeza—. Me excedí, señor, le pido una disculpa.

Ernesto limpió la marca que la otra lágrima dejó y fue como quitarse el manto de mártir en el que se ocultó desde la noche que el licenciado Pablo, padre de Verónica, le dijo que la casaría con tal de alejarla de él. Eso lo orilló a terminar su relación para evitar que el sueño de Verónica de ser educadora fuera comprometido. La ingenuidad le jugó en contra.

La mirada en sus ojos, al posarlos en Sandra, contenían un brillo de resignación y tranquilidad.

Deseaba paz, la misma que experimentó junto a Sandra en la cena de esa noche.

—¿Te gustaría salir conmigo mañana a tomar un café?

~*~

Aunque a veces no sea culpa nuestra lo que padecemos y seamos incapaces de controlarlo, debemos enfrentar y aceptar para que nuestra esencia no se marchite 🤍✨

¿Qué les pareció el capítulo? 🫣

***

La canción para este capítulo es
Doy un paso atrás
De Samo

¡No se olviden de votar y comentar!
Nos leemos en la próxima actualización

You've reached the end of published parts.

⏰ Last updated: May 06 ⏰

Add this story to your Library to get notified about new parts!

Yo quisiera amarte (borrador)Where stories live. Discover now