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Ocurrió durante una tormentosa noche de agosto. Aunque si le preguntaran, y él mismo pasó un buen tiempo meditando sobre esto, no sabría decir cuál fue el suceso que ocasionó semejante desgracia. Lo único que tenía por cierto es que en un momento se encontraba acostado en su cama, en un pequeño desván que sus abuelos habilitaron para cuando venía de visita en vacaciones y, al siguiente, había sido despertado como un pordiosero: a gritos y sobre un montón de paja en un lugar desconocido.

—Oscar, ¿otra vez haciendo el vago?

Claro que aquella molesta voz no podía referirse a él, ¿cierto? Es decir, él ni siquiera se llamaba así.

—No te vas a ganar el jornal si continúas durmiéndote por los rincones —insistió un hombre de expresión amenazante, acercándose—. Mira que me da igual si eres mi sobrino, ya tienes edad para cuidarte tú solo. Si el patrón tiene alguna queja, no seré yo quien dé la cara por ti. Ya va siendo hora de que cojas un poco de responsabilidad.

El mencionado "Oscar" decidió levantarse en ese instante, quizá asustado al percatarse de que ese individuo al que jamás había visto antes y que proclamaba ser su tío venía hacia él con rastrillo en mano, a saber con qué oscuras intenciones.

—Ahora mismo me pongo con... eh... con eso.

"Con lo que quiera que estuviese haciendo", fue lo que pensó responder. Pero no le convenía que el extraño con cara de pocos amigos se percatase del estado de confusión en el que se hallaba. Aparte, había algo raro en él. Las ropas de aquel tipo se parecían mucho a las que podría haber visto en las fotografías de alguna exposición victoriana del rural. No, no solo eso, sino que las suyas también.

¿Qué carajo estaba pasando y por qué iba vestido como...?

—Déjalo, ya seguirás luego —El tío pareció calmarse al notar su repentina buena disposición, pero su tono autoritario no cesó al indicar—. Por lo pronto, sígueme.

Oscar hizo lo que le pedía, por la cuenta que le traía, mientras aprovechaba para echar un vistazo a su alrededor.

El sitio donde había recobrado la consciencia era un establo de escasas proporciones, que podría tener espacio para un máximo de tres o cuatro jamelgos. No había mucho que destacar en cuanto a decoración, nada que llamase la atención de un recién llegado como Oscar, que ni siquiera tenía mucha idea de hípica. En el exterior, las anchas calles de la ciudad de Edimburgo se habían desvanecido para conformar un paisaje mucho más agreste. Con una casa aquí y otra allá, amplias fincas separando cada propiedad, aquello se había convertido en un pueblito rupestre que semejaba la mar de apacible.

La fría noche veraniega, en algún punto, se transformó en una soleada mañana de primavera. Y Oscar estaba empezando a asustarse de verdad.

Sin duda, debió ser un error el birlar la botella de ginebra que su abuelo guardaba para ocasiones especiales. Pero dado que había aprobado los últimos exámenes del semestre y, habiendo encontrado por casualidad dicho recipiente, la decisión natural fue premiarse por su esfuerzo. Total, tampoco era como si la ginebra se consumiera en esa casa a menudo. De hecho, solo se hacía en ocasiones especiales. ¿Por qué no quedársela, pues? Sería nada más que por esa vez y, de todos modos, no creía que nadie fuera a notarlo.

Eso por no mencionar que, las escasas ocasiones en las que había probado bebidas alcohólicas en gran cantidad, demostró que tenía buen aguante. ¿Sería entonces que la ginebra estaba mala? ¡Esas alucinaciones que se presentaban ante él no eran normales!

Encima, ahora le había parecido ver cómo un carruaje se deslizaba por uno de los caminos que llegaban hasta la propiedad ante la que se había detenido junto a su falso tío.

Cómo sobrevivir a la peor novela jamás escritaWhere stories live. Discover now