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En aquel entonces, el pequeño pueblo de Snodland contaba con poco más de un centenar de habitantes y una calle repleta de comercios de todo tipo. Los cuales parecían invitar a los curiosos transeúntes a quedarse embobados admirando cada escaparate, cada producto, hasta tomar la decisión de entrar en algún local.

En su anterior existencia, Oscar había vivido siempre en ciudades. Nunca permaneciendo en una aldea por más de un par de horas —y esto tomando en cuenta las excursiones a las que asistió con su clase cuando iba al instituto, así como los viajes que hizo con sus padres—, así que le sorprendió comprobar que, hasta en un lugar con tan pocos aldeanos, los barrios comerciales gozasen de tanta vivacidad como los de las grandes poblaciones.

Oscar, que había sido el encargado de llevarlas hasta la villa, hacía un buen rato que dejó el carruaje en un establo a un par de manzanas de allí. Encargándose ahora de actuar como una especie de carabina, asegurándose de que aquellas niñas no se metieran en problemas, pero manteniéndose a unos metros de distancia y no interviniendo en la conversación a no ser que alguna de ellas se dirigiese a él.

—¡Mirad ese vestido! —exclamó Eleonore, una de las hermanas de Madeleine, acercándose al escaparate de una tienda cercana—. ¿No es precioso?

Como si aquella hubiera sido la señal que estaban esperando, dos de las tres chicas que restaban se arremolinaron en torno al lugar indicado.

—Sí, pero seguro que no te queda —había replicado Beverley—. Y padre no nos dejaría contratar a una modista para arreglarlo, ¡está tan obstinado con eso de que hacemos demasiado gasto en cosas que no precisamos!

—A este paso nunca podré hacer mi presentación en sociedad —bufó Eleonore, descontenta—. ¡La vida es tan injusta!

A sus dieciséis años, Beverley había sido la última de los Cornell en presentarse a la sociedad con un baile de gala en Londres. Aquel debió de ser uno de los últimos caprichos que el patrón permitió a sus hijas antes de asumir que estaba en la ruina. Eleonore, que era un año menor, temía que ella nunca gozase de los mismos privilegios que sus hermanas mayores.

—Vamos, vamos, seguro que pronto se solucionará todo —intervino Madeleine—. Aún podemos comprarnos telas, ¿verdad? Las de este comercio no son de la calidad a la que acostumbramos, pero tampoco están nada mal.

Oscar procuró mirar hacia otro lado al escuchar esto, evitando que alguna de ellas viera su sonrisa burlona. El Sr. Cornell poseía una fábrica de telas, ¿no sería más barato y sencillo, pues, que sus hijas vistiesen con estas? Pero no. Al parecer, las propias hijas del patrón eran conscientes de la dudosa calidad de sus materiales y, sin pensárselo dos veces, le hacían sabotaje a su propio padre.

—Además, la dueña siempre está atenta a lo que se lleva en la capital —continuaba Madeleine—. Seguro que podemos encontrar algo moderno que satisfaga nuestro gusto y, con ello, pedirle a alguna de las criadas que nos haga un vestido digno de ser lucido en el mejor de los bailes.

—¿Qué bailes? ¡Todas las celebraciones buenas se realizan en la ciudad! Aquí los únicos que organizan algo decente de vez en cuando son los Tanner y, aun así, a sus convites solo acuden los cuatro gatos de siempre. ¡Es tan aburrido!

—Y no hay hombres elegantes en Snodland —añadió Beverley—, no es como si una pudiese fingir complacencia por ver los mismos caretos mustios de siempre. Claro que Londres es otra cosa... Si pudiesemos ir, me refiero.

—No necesitamos desplazarnos a ninguna ciudad para seguir viviendo con la cabeza bien alta —sentenció Madeleine, cortante—. Da igual cuánto dinero poseamos o qué cosas nos sean arrebatadas. Incluso si no somos capaces de encontrar un buen partido para casarnos, pertenecemos a una de las familias con mayor prestigio en la comarca y no debemos olvidar el honor que eso supone.

Cómo sobrevivir a la peor novela jamás escritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora