19.

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Para mi extrema confusión, no, no era una alucinación, cosa que tampoco me habría extrañado, llegado este punto. Me acerqué a uno de los patitos (patos, más bien, teniendo en cuenta su tamaño) de goma (parecían de metal) y vi los restos de un papel pegado a su interior, en el que indicaba con diferentes flechas el asiento, los pedales, y la puertecita por la que se entraba y se salía. Al parecer, servían para surcar las peligrosas aguas de la piscina. Y pasárselo bien. Vaya, eso último era inesperado.

Seguí un rastro de sangre que me llevó a una puerta. Pasé por ella, mirando a mi alrededor. De nuevo, había llegado a una sala cuya temática era idéntica a aquella de las salas de la que acababa de llegar. ¡¿Esa pesadilla todavía no había acabado?! Claro que no. A mi derecha vi dos puertas de rejas, con hasta un candado y todo, pero las abrí de par en par sin dificultad. El problema era que también había un pasillo que seguía en línea recta. ¿Y ahora?

Decidí avanzar recto antes de tirarme por otro agujero, y lo que veía me puso los pelos de punta. Celdas, celdas, celdas, y más celdas. Seguí adelante, mi horror creciendo con cada paso. ¿Qué había pasado aquí? ¿Para qué se habían usado tantas celdas? No... ¿Para quién? Un escalofrío recorrió mi cuerpo entero al ver las marcas de garras, las manchas... Todo lo que indicaba intentos de huir, sin importar el coste. 

No me di cuenta de lo mucho que estaba metida en mis pensamientos hasta que una voz me devolvió a la realidad.

—Tú... Tú eres el ángel de Poppy —Asustada, me volví, fijándome en un cuerpo prácticamente inerte en el interior de la celda. 

Me aparté lo máximo posible de la puerta abierta, sin dejar de fijarme en él: era una versión más grande de una de las criaturas que me habían perseguido; concretamente, la del perro. Sus ojos vacíos contrastaban con los de Catnap, en los que siempre parecían arder dos luces fantasmales. Igual que su sonrisa. A pesar de lo enorme que era, no dejaba de ser una mueca hueca. Tragué saliva, aterrada. Estaba pegado a la pared, ambos brazos en grilletes que colgaban del techo, e incluso había uno alrededor de su cuello. Un cinturón de cuero apretaba con fuerza su cintura, a juzgar por lo estrechamente que estaba atado en torno a ella. O lo que quedaba de ella; sus piernas y parte inferior del cuerpo habían sido arrancadas de cuajo, un líquido rojo y viscoso goteando de los restos despedazados de lo que había sido su cintura, explicando la mancha negruzca en la pared tras él. 

—No queda nada que salvar. No aquí —dijo entre quejidos de dolor. Su voz distorsionada sonaba ronca y rota—. Estás en la casa de Catnap, Ángel. Su hogar. Millones de pares de ojos te observan —afirmó, levantando su enorme cabeza con dificultad para clavar sus cuencas vacías en mis ojos—. Acechan, aguardan. Hambrientos. 

Sonaba escalofriantemente similar a lo que me había contado Poppy. Por lo que parecía, se conocían bien. Debía ser el caso, dado que me había llamado "Ángel de Poppy". ¿Me veían como una salvadora? ¿Por qué? ¿Por haberme deshecho de Huggy y Mommy? ¿Por querer huir?

—Sólo quieren meterse debajo de tu piel y devorarte pedazo a pedazo, llenar lo que está vacío en su interior —susurró, lúgubre. Me llamó la atención de que había numerosas emociones luchando en su interior. Desesperación. Desesperanza. Preocupación. Miedo—. Esa... esa cosa... Catnap. El Prototipo es su Dios, y eso es lo que le hace a los herejes—. Estos pequeños juguetes siguen a Catnap para evitar ese destino, y, a cambio, pueden comer. Intentamos vencerlo, deshacernos del control del Prototipo... —Algo me decía que eso no había ido bien—. Soy... el último de los Smiling Critters —¿Así se llamaban los juguetitos? ¿Los que correspondían a las estatuas del centro de Playcare?—. Escúchame —me pidió con urgencia—. Tienes que salir de aquí.

No me digas.

—Tienes que vivir. Tú y Poppy podéis arreglar esto, acabar con la locura, el terror, el... —Se interrumpió, y pude percibir el cambio en su voz. Estaba atemorizado—. Oh no... Oh no... —Di un paso hacia atrás, igual de asustada. De las grietas en la celda, decenas de Smiling Critters se arrastraron hacia él—. Déjame. Por favor —Lo último que le dio tiempo a gritar mientras convulsionaba y las criaturas malditas se metían en su interior a través de su cintura cortada fue:—. ¡Lárgate, corre!

Lo último que vi al mirar atrás fue su enorme cuerpo reptando por el suelo, usando sus brazos anormalmente largos para arrastrarse en mi dirección. Sin contener el miedo que brotó en mi corazón y se tornó en adrenalina al segundo hice caso a sus súplicas y salí corriendo. Grité cuando el suelo bajo mis pies cedió y los tablones de madera podridos se rompieron en pedazos, precipitándome a un hueco que había justo debajo.

Seguí por túnel tras túnel, cuando una de las bocas se cerró en mis narices. Presa del pánico, vi como otra se abría, y pasé por ella lo más rápido posible. Llegué a una zona con las paredes tapizadas con los parches esos de gomaespuma (en serio, parecían un hinchable enorme) y subí por una rampa detrás de otra, prácticamente mareada por las náuseas que amenazaban con escapar de mi boca de forma más física. 

Frente a mí había un número creciente de posibles caminos, tanto túnel confundiéndome hasta el punto de dejarme guiar por el instinto en vez de la racionalidad. No podía morir aquí, no podía morir como una rata en un túnel oscuro y mohoso. Eso sería francamente humillante; la verdad, si tuviera que elegir una muerte segura en la fábrica, me gustaría que fuera en una batalla épica contra quien sea el boss final, sea 1006 u otro sujeto. Por supuesto, con el sentido del humor tan retorcido de mi suerte desde que había entrado, eso no sería el caso. 

¡Vale, una gran compuerta abierta! ¡Por ahí podía pasar! Ignoré las alarmas resonando en mi mente, un indicador de que mi cuerpo estaba casi al límite. A ritmo máximo, probablemente sólo podría correr cinco minutos más, y eso siendo generosa. Si me detenía, moriría seguro, pues no tendría la energía suficiente como para reanudar mi carrera. 

Pasé por la puerta, esperando que se cerrara o algo así. Cuando no ocurrió (cómo no), me encontré con una sala enorme en penumbras, con escasa luz proviniendo de no-sé-muy-bien-dónde y ninguna indicación clara de por dónde seguir. A mis espaldas, el enorme perro (quien, como averiguaría en un futuro, se llamaba Dogday) se acercaba cada vez más.

Así que, siendo lo inteligente que era, corrí en la primera dirección que vi, una que tenía un brillo violáceo.


Poppy Playtime Chapter 3: Deep SleepWhere stories live. Discover now