A tu edad

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Autora: Belem Duarte

Perfil: MetalyLetras

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Cerró los párpados, cansada de contemplar el paisaje de asfalto, semáforos, autos y construcciones; más de lo mismo. Navegar por aquel río muerto en un día de temperatura alta era una tortura, excepto dentro del vehículo último modelo que la trasladaba. El aire acondicionado, directo a su cara, enfriaba cada poro, dejándole ganas de entregarse a un descanso... eterno de ser posible.

—¿Está muy lejos? —cuestionó a la mujer detrás del volante, volviendo a la visión de su realidad.

—No importa, mamá —dijo, exasperada—. Se lo recomendaron a Diego así que iremos hasta ahí.

Quiso mover la cabeza en una negación condescendiente, pero el dolor de cuello se lo impidió, arrancándole un quejido que, a pesar de lo bajo, fue detectado por su acompañante.

—¿Ves? Necesita checarte el especialista ahora. No puedo creer que no tengas cuidado. A tu edad cualquier caída es muy peligrosa, pudiste quebrarte algo.

—Estoy bien, Martha. Tú deberías estar en el trabajo en lugar de llevándome a Dios sabe dónde. O con tus hijos, hace tiempo que no veo a Héctor.

—Está muy ocupado con la escuela y su novia. Y Emilio está en su clase de piano ahora. No para de practicar, se ha vuelto muy bueno. Diego irá por él al terminar.

—Si tienen tiempo, podrían ir el sábado a comer a la casa.

—Lo intentaré.

Suspiró ante la conocida respuesta, y volvió a sumirse en un trance de descanso a medias. Poco después, el tráfico cedió, permitiendo a la conductora acelerar y ganar varios minutos al trayecto. Llegaron a un edificio alto, impersonal y frío, pero elegante; tal y como Mauro, su difunto esposo. Él exudaba distinción y quiso hacerla extensiva a ella, que siempre fue más bien un alma sin nada que ofrecer a su mundo. Aunque algo le contagió con los años.

Igual a un autómata, se dejó guiar al ascensor siguiendo el taconeo firme de su hija, y de ahí a un laberinto de pasillos, hasta terminar frente a una recepcionista. Adentro todo se sentía tan vacío, un blanco infinito moteado de plantas cuya vitalidad era aplastada por la escasez de chispa a su alrededor. Ni las pinturas colgadas en las paredes eran suficiente. Odiaba esos lugares. Incluso las personas parecían muertas, o tal vez la muerta era ella.

La recepcionista les pidió entrar unos minutos después. Martha lideró, se parecía tanto a su padre, siempre dispuesta a dar la cara y enfrentar las consecuencias. Abrió la puerta y entró, invitándola a hacer lo mismo.

Mientras su hija cerraba la puerta, ella se adentró en ese espacio desconocido. Cada detalle de la decoración era una muestra de buen gusto, exquisito y sobrio, limpio y abrumador. El aroma dentro la envolvió, enganchándose a sus fosas nasales. Inhaló aquellas especias cautivadoras, vibrantes y energéticas. El placer olfativo abofeteó su apatía, atrayendo sus ojos al hombre sentado tras un amplio escritorio de madera.

Otro más, ¿Cuántos hombres así vio desde que se convirtió en esposa de Mauro? Muchos... Ya no la impresionaban. Ni su ropa almidonada y costosa, ni su pulcritud, mucho menos la confianza con la que daba cada respiro; como si los demás estuviesen tomando prestado el oxígeno que le pertenecía.

—Bienvenidas. Tomen asiento... —saludó, sin dejar de revisar la computadora frente a él.

Lo hicieron en tanto él terminaba lo que estuviera haciendo. Tardó lo que ellas en acomodarse en las sillas frente al escritorio. Entonces fue que las vio, a ambas; aunque le pareció que un poco más a ella.

Con todos lo sentidos. RelatosWhere stories live. Discover now