Bagamaajimo - Ella trae noticias

130 35 6
                                    

Sonreí con orgullo al ver que las tres piedras estaban la una sobre la otra: Megis había cumplido lo acordado. Cabalgué hasta Long Lake sin descanso. Llevaba dos días sin dormir cuando lo avisté a lo lejos. Estaba desierto.

—Calma, chico —acaricié a Antoine.

En tierra firme, escudriñé los alrededores, concentrada.

—Bebe un poco de agua.

Cargué uno de los fusiles a la espalda. De pronto, un graznido de cuervo nos sobresaltó. Me puse en guardia, la culata del arma ya sobre el hombro. "Los cuervos solo graznan así si hay cadáveres", deduje.

—Espera aquí.

Sin olvidar la postura de tiro, agudicé mis sentidos. Una de las arboledas. Anduve en aquella dirección antes de que pudiera arrepentirme.

—¡Waaseyaa!

Megis apareció de entre los árboles, harapienta.

—¡Gracias a los ancestros!

Se me echó a los brazos de improviso. El arma carecía de tiro limpio, aplastada entre su cuerpo y el mío.

—¡Bajad, chicos, bajad! —gritó a los árboles.

Mientras asumía que Megis estaba sana y salva, varios hombres saltaron desde algunas ramas. Eran hurón.

—¿Vo-vosotros...? —acerté a decir, apartándola.

Los dos pesqueros de Marathon estaban entre ellos. Había siete personas más. Estaban tan sorprendidos como yo. Algunos cuchichearon y miraron a Megis. Habían respondido a la llamada del cuervo.

—¡Es la guerrera Waaseyaa! —gritaron.

Uno a uno, se arrodillaron. Megis, atolondrada, los imitó. Sentí que me costaba tragar, con el amor en el pecho.

—Levantaos —pedí con la voz entrecortada.

—Waaseyaa, acometí lo que me ordenaste —me contó sin levantar la frente de la hierba.

Eran conversos, sus ropas y cabellos recortados lo indicaban.

—Algunos de nosotros pertenecemos al clan de la trucha, otros al del halcón —uno se puso de pie, llevaba atado al cuello el objeto de madera que permitía imitar los sonidos de las aves, dependiendo de su diseño—. Cuentan que la resistencia ha caído. Renunciamos a nuestras costumbres para que no nos matasen. Nuestro corazón siempre ha sido hurón, reconoceríamos la marca de El Que Pinta de Rojo donde fuera. No hay muchos en estos territorios..., nosotros estamos dispuestos a morir por la resistencia.

Contuve las lágrimas.

—La resistencia está más viva que nunca.

Ella había ganado nueve adeptos, diez posibles guerreros. La esperanza no se había marchitado.

—Te juramos lealtad, guerrera Waaseyaa.

Todos me enseñaron la palma de su mano. El cuchillo, con mi venda anudada a su empuñadura, no había terminado su andadura. Megis les había rajado un relámpago.



Siguiendo las cordilleras bajo una reserva excesiva por nuestra seguridad, el escondrijo de Nipigon por fin estuvo al nuestro alcance. Habían pasado semanas desde mi marcha.

—Cabalgad en silencio, por favor —ordené.

Se escucharon carraspeos y fui obedecida.

—Están alterados porque van a conocer a El Bailarín en persona —los excusó Megis, trotando a mi lado.

No había sido una buena idea contarles que su superior iba a ser Namid. Les había dado la fuerza necesaria para soportar los ritmos extenuantes que impuse —casi sin comida, sin descanso, bajo el sol, la lluvia, la noche—, pero, al mismo tiempo, oír sus cuchicheos ilusionados no era precisamente alegre para mí. Era tan distinto para mí. Namid no era el mismo cielo que ellos admiraban.

—Han de cabalgar en silencio —atajé.

Nuestra última conversación había contribuido a mi insomnio, sin duda. El tierno beso que había depositado en mis labios. Sus palabras.

—Es mejor que no indagues en lo que anhelas indagar, nishiime.

Megis se quedó con la boca abierta, a punto de, precisamente, indagar donde no debía.

—Disculpa, Waaseyaa.

Todos lo sabían. Todos. Namid jamás se libraría del peso de su cicatriz, a pesar de que estuviese casado con Halona.

—Quietos —levanté el puño.

Las estrellas repicaban, atentas. Supe que Dibikad nos había visto llegar a lo lejos. No se sucedió ningún movimiento a lo largo de varios minutos.

—Viene alguien —alertó uno de los pescadores.

Una sonrisa aplacó el frío de mi corazón. Siempre pude reconocer el galope de Mano Negra. Solo quería abrazarle y echarme a llorar en su pecho, alejada de los demás.

—¡Waaseyaa! —gritó, a escasos metros de nosotros.

No era un miembro famoso de la resistencia, lo sería. Megis me miró de refilón.

—¡Waaseyaa!

Saltó del caballo, corriendo hasta Antoine. Sus preciosos ojos estaban llorosos.

—¡Estás viva! —extendió los brazos hacia mi vestido, sus manos tocaron mis muslos—. ¡Gracias a los ancestros que estás viva!

No podía permitir el llanto delante de ellos, así que me limité a posar mi mano sobre la suya. Nuestras miradas se encontraron. Había perdido a numerosos seres queridos a lo largo de mi existencia —y perdería a numerosos más—, no obstante, había conocido el aprecio más puro que puede suceder en la tierra. Dibikad me recordó lo afortunada que era.

—Te traigo nuevos combatientes —desvié la atención.

Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que había otras personas relevantes. Estaban un poco apocopados por los nervios. Además, era obvio que su peinado era el de un mohawk y nadie confiaba en ellos.

—No esperaba menos —les sonrió con cierta frialdad. Le desagradaba conocer gente nueva, ya que solían juzgarle—. Rápido, te están esperando.

Megis se relegó a atrás cuando Dibikad montó, conocedora de que aquel puesto privilegiado era del mestizo.

—Te juro que creo que eres una aparición fantasmal —dijo, riéndose.

—¿Me habíais dado por muerta tan pronto?

Me preocupaba estar tan sobrepasada por la emoción.

—¡Ha pasado casi un mes!

—Dicen que lo bueno se hace esperar —repuse.

—¿Traes buenas noticias? Dime que sí —bajó la voz.

—Las conocerás pronto —evité hablar de ellas en público—. ¿Novedades que deba saber? —estábamos ya muy cerca e intenté calmar mis latidos.

Me dirigió una mirada, larga y lánguida, como eran las suyas. Namid estuvo presente en ella.

—Habéis llegado en el momento adecuado. 

Waaseyaa (III): Despierta en llamasWhere stories live. Discover now