28: EN LA MÁS PROFUNDA OSCURIDAD

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Los túneles, vías, acueductos y cavernas que recorrían el interior de la comarca eran… demasiados. El mapa que el alcalde me había dado era un completo y absoluto caos: había diferentes hojas para diferentes niveles de profundidad, los cruces entre las cavernas estaban mal marcados y, bajo la tierra y sin brújula, era imposible distinguir el norte del sur ni el este del oeste.

En teoría, debería haberme encontrado alguna estatua tallada en la piedra que señalara el camino que estaba tomando, pero las últimas que había visto no eran más que figuras desgastadas en las que era imposible leer nada.

Aunque en una de ellas encontré un farol de aceite bastante útil, así podía levantar la mano y alumbrar la oscuridad como si fuera algún tipo de aldeano medieval entrando en la mazmorra de un monstruo; que es, irónicamente, lo que estaba haciendo en ese momento.

No lo supe hasta más tarde, cuando miraba el mapa y movía el farol de lado a lado, preguntándome dónde estaba marcada aquella enorme caverna en la que había entrado. Sabía que no estaba fuera del recorrido, porque, entre las estalactitas y paredes de piedra rugosa y húmeda, seguía habiendo estatuas vikingas deformadas por el tiempo.

—Si te lo estás preguntando, sí, es aquí —me sorprendió una voz en la oscuridad. Como era habitual en mí, lo primero que hice fue lanzar una patada a mis espaldas, pero mi pie solo alcanzó el rostro de una de las estatuas de grandes ojos, grandes bigotes y gran barba. —Vaya… —dijo—. Normalmente el que da los azotes soy yo —y se río, produciendo un sonido grave que, aunque no fuera alto, reverberó por todos lados.

De hecho, aquella voz de locutor de radio parecía sonar por todas partes, sin una fuente concreta ni un punto al que dirigir la mirada. Probé a mover el candil a mi alrededor, bañando la oscuridad con su luz anaranjada, hasta que me di cuenta de algo; entonces levanté la mirada y le vi. El alfa estaba colgando boca abajo del techo, o eso parecía, porque cuando le iluminé vi que sus piernas estaban dobladas alrededor de una de las estalactitas. Su pelo era negro y ligeramente echado hacia atrás, sus cejas eran espesas y afiladas, sus colmillos frontales le sobresalían de los labios, dando la impresión de que siempre se los estabas mordiendo y que tenía una constante expresión de emoción en su rostro anguloso y atractivo. Sin embargo, lo que más llamaba la atención eran sus orejas afiladas de elfo y las gafas de sol con la que se cubría los ojos, como las de Lennon, pero no más grandes que
una moneda.

—Hola —me dijo, alzando una de las manos que tenía cruzadas sobre el pecho para dedicarme un saludo, moviendo sus largos y pálidos dedos terminados en garras negras—. Nunca te había olido por mi territorio, así que no debes ser del Abrevadero.

—Soy Jimin, el cartero del Pinar —respondí con calma.

—Oh, eso es interesante —respondió él. Su voz continuaba sonando un poco por todas partes, pero ahora que podía verle, sabía dónde estaba su dueño—. Yo soy Murci el salvaje, pero supongo que, si eres cartero, ya habrás leído mil veces mi nombre.

De hecho, sí, lo había leído un par de veces; como el de muchos otros salvajes de los alrededores. El alfa se dejó caer del techo y, con una agilidad sorprendente, dio una voltereta en el aire y cayó de pie, apoyando un hombro en la estatua a la que yo había pateado antes. Visto de cerca, era más alto de lo que me había imaginado, llegando casi a alcanzar los dos metros; aunque su cuerpo era mucho más atlético que voluminoso, así que no resultaba tan imponente como Jabail o Jungkook.

Volviéndose a cruzar de brazos, me echó un vistazo de arriba abajo, terminando por mirarme por encima de sus gafas de sol. Sus pupilas eran enormes, tanto, que sus iris eran apenas un anillo de un color tan pálido que casi parecía blanco.

—Hace tiempo que no veía algo tan bonito como tú —me dijo antes de poner una media sonrisa—. Ni olía algo tan delicioso… —Eso no le va a gustar al omega que te ha sacado la barba —le aseguré.

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