Capítulo 52.

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KAYLA. Hace 202 años.

-Oh, pero no te preocupes- Robin acercó la cara tanto como lo había hecho su hija: hasta que su nariz traspasó los barrotes y entró en mi celda-. Pensamos arrancarte todos y cada uno de los secretos que guardas en esa cabecita tuya tan hermosa. Vas a revelarnos dónde podemos encontrar al resto de ángeles, Kayla-. Hizo un gesto con la cabeza a los que se encontraban detrás suya: los jinetes y a su hija, todos Quiméricos-. Adelante.

Kaitlyn sacó de su bolsillo un manojo de llaves, mientras sus compañeros desenvainaban sus armas de Akasha. Miré a mi alrededor, desesperada. Por los Infiernos. No tenía nada con lo que defenderme. Le dirigí una mirada frenética a Jonathan, que seguía cabizbajo.

Una ansiedad se instaló en mi pecho a tanta profundidad y con tanta presión que me dolió. Me arrancó la respiración. Aquello era el final. Jonathan me odiaba. Jonathan quería verme muerta, y yo moriría porque prefería hacerlo antes que dañarlo de nuevo. No mataría a su hermana, la única familia que le quedaba, cuando yo había destrozado su esperanza de crear una conmigo.

Se me fue la respiración de pecho, cuando aquella opresión se retorció más, como un clavo bajo el golpe de un martillazo.

La puerta se abrió con un chirrido que interrumpió el silencio expectante de aquel sótano frío. Kaitlyn fruncía los labios en un intento de contener su satisfacción, mientras que su padre me miraba fijamente con sus ojos de hielo: ajeno, objetivo, como si no fuera él el que se encontrara dentro de aquel cuerpo.

Di unos pasos hacia atrás cuando vi cómo Graham comenzaba a avanzar hacia mí, hasta que tropecé contra los barrotes, que emitieron un siseo al entrar en contacto con mi piel quemada. Lancé un grito por la sorpresa, y Graham soltó una pequeña risa.

Cogí aire temblorosamente cuando me percaté de que a pesar de mis 864 años de edad, no había conseguida nada. Aquello era lo que ocurría a todos a quien me atrevía a amar: acababa traicionándolos. Destrozados.

Ahora me tocaba a mí. Lo debía.

CAIN. Hace 202 años.

Abrí los ojos en plena oscuridad. Me senté en mi cama, las sábanas se habían enredado entre mis piernas desnudas. Mi piel centelleaba por la escasa luz que se filtraba por la ventana y se reflejaba en mi sudor. A penas podía respirar.

Mi cabeza estaba a punto de explotar y mi pecho parecía que estuviera siendo tragado por un huracán. Quería salir de allí. Una sensación de desesperación me comió por dentro, tan intensa, tan voraz, que tuve que cerrar los ojos con fuerza para poder pensar con claridad. Aquello no tenía sentido.

Mi habitación se iluminó con un tenue fulgor dorado que provenía de detrás mía. Los tatuajes que me recorrían la espalda comenzaron a resplandecer, y a moverse igual que serpientes bajo mi piel. Las sentía estremecerse y bailar y brillar, como si se tratara de la parodia de un baile de luciérnagas.

Los ángeles nos hacíamos aquellos tatuajes para poder unirnos a la Conexión: mezclaban Akasha fundido con nuestra sangre. A penas centelleaban con color plateado cuando nos conectábamos con el resto de nuestra raza: una luz que en seguida era apagada bajo la tela de la camisa.

Pero cuando se trataba de nuestro Coniunx... aquello era otra historia.

Otro pinchazo de miedo me atravesó las costillas, y tuve que estrujar un trozo de sábana ente mis manos para convencerme de que aquello no era real, no era yo.

Pero lo era para Kayla.

Estaba en peligro.

Me precipité sobre la puerta para gritar a los demás que necesitaba ayuda.

KAYLA. Hace 202 años.

-¡No!- me giré en redondo hacia el lugar de donde provenía la voz-. Dejadla en paz, ella...- Jonathan carraspeó, y alzó la cabeza: sus pupilas, a diferencia de las de su hermana que ardían cual carbón incandescente, eran de obsidiana: frías como la piedra-. Tengo derecho a hablar con ella.

-Jonathan...- comenzó Kaitlyn.

-¡No! ¡Os he dado todo lo que queríais! ¡Todo! No pienso permitir estar con los brazos cruzados mientras torturáis a la mujer que iba a ser mi esposa.

-No hay nada de lo que hablar, hijo. Aquí no hay diferentes versiones de la historia: ni la nuestra ni la suya. Esto es lo que hay, y lo que diga ella no lo va a cambiar-. Pude ver exactamente el momento en el que el rencor surgió a la superficie como un géiser descontrolado-. ¡Sus hermanos torturaron a tu madre! ¡Maldita sea! ¡No voy a dejar que la defiendas!

Jonathan apretó con fuerza los dientes hasta que dejó de circular la sangre por su mandíbula. Tragó saliva tan abruptamente que todos pudimos oírlo.

-No voy a defenderla. Al igual que tú quiero respuestas. Quiero saber por qué lo hizo- dijo con voz serena.

Su padre respiró intentando controlarse; todo él tembló. Aferró los reposabrazos de su silla de ruedas.

No aguantó más.

-¡Ellos mataron a...

-¡Mi madre está muerta!-le cortó Jonathan-. ¡Arabella está muerta, maldita sea! ¡Desde hace años!- alzó los brazos-. ¡Déjame hablar con ella! ¡Soy el único en esta puñetera sala que no sabía nada de esto, y soy tu hijo!

Sus últimas palabras quedaron ahogadas por una ataque de tos de su padre. Se dobló en dos cuando se quedó sin respiración. Sus manos se encontraban tan débiles que su pañuelo de rojo cayó al suelo. Inspiró hondo varias veces, jadeante, hasta que pudo hablar de nuevo.

-Tienes cinco minutos- susurró, y le dedicó una mirada de advertencia a su hijo.

Ángeles en el infierno Where stories live. Discover now