Capítulo 4: "Trozos suspendidos"

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            Esta vez caminaba más distraída que nunca. ¿Qué hacía que aquel chico fuese distinto a los demás? ¿Acaso le sucedería lo mismo que a ella? No podía evitar pensar una y otra vez en ello.

            Observaba las verjas delanteras en los jardines de las casas a su lado mientras andaba lentamente hacia su hogar. Mordía un mechón de su plateado cabello descargando la desesperación habitual que sentía alrededor de la gente ―especialmente tras aquella noche en la playa―. Estaba cansada de todo.

            Recordó de pronto que dentro de su pequeña cartera llevaba unos auriculares y su viejo reproductor de música. De esa manera logró hacer que la caminata se volviera más amena, incluso rió con algunas de sus canciones preferidas.

            «Quizá...», comenzó a pensar con una sonrisa genuina en su pálido rostro. Tomó el aparato y presionó un pequeño botón varias veces.

            Una mujer iba caminando en dirección contraria a Semia, era joven y bella. Semia se acercó a ella para detenerla y fingió no encontrar las palabras para expresarle algo cuando en realidad solamente quería verla a los ojos. Necesitaba hallar una manera de ganarle a las voces.

            La música estaba tan alta, sus oídos casi colapsaban. Ni siquiera podía oír su propia voz.

            «¡Iris!», oyó un grito muy agudo transpasar las barreras de sus auriculares. «¡Iris Edwards!» «¡veintitres!» «¡universidad arquitecta!». Semia creía que solamente llegaban en murmullos, como secretos. Sin embargo aquellos gritos hacían que la música pareciese nada, eran rápidos y penetrantes. Sentía como si la joven delante suyo estuviese a punto de morir soltando ira y desesperación al aire a través de sus cuerdas vocales. Pero ella solamente la observaba extrañada, todo eso estaba dentro de su cabeza, nada más.

            Se quitó los audífonos y corrió camino a casa reteniendo las lágrimas.



            El baño del apartamento era muy pequeño. Se trataba simplemente de un inodoro, una ducha enana y un lavatorio. Las baldosas eran grises y las potentes luces blanquecinas. También había un espejo cuadrado y grande, abarcaba casi toda la pared frente a la puerta.

            Tyr se hallaba frente a éste con la mirada en sus pies sin atreverse a moverla hacia arriba.

            «Es aterrador», pensaba con la respiración agitada. «Ya no puedo hacer nada de lo que hacía antes. Es como si hubiese muerto y ahora viviese otra vida».

            «¿Cómo no puedo hacer algo tan simple como mirarme en el espejo?», se cuestionaba frustrado.

            Avanzó un paso y se sujetó firmemente con las manos en el lavatorio. Entonces inspiró y dirigió su mirada hacia el frente.

            El dolor llegó rápidamente. Pudo ver su rostro completo por unos segundos y luego todo se convirtió en borrones, en manchas. Aún así no se rindió, sabía que debía haber algo que pudiese hacer para detener el dolor. Se acercó más al espejo notando el color escarlata en sus ojos y lo hinchados que estaban. Sentía como si en cualquier momento fuesen a explotar.

            ―¿Por qué? ―inquirió al aire―. ¡Jamás podré estar con Ruby o Jackson sin volverme loco! ―gritaba furioso―, no será como antes...

            ―¡No seré capaz de siquiera comprar goma de mascar sin averiguar todo acerca de alguien!

            Se alejó del espejo cubriendo sus ojos mientras gritaba de dolor. Luego se golpeó contra la pared varias veces.

La Mirada Where stories live. Discover now