Kaspar debió de ver el miedo reflejado en mis ojos cuando me dijo que iba a salir a cazar. Creo que sabía que me sentaría en la cama con los brazos alrededor de las rodillas, hecha un ovillo, en la postura más incómoda posible, para no quedarme dormida. No quería seguirle en mis sueños, lo cual era irracional. Sabía que pronto yo también tendría que cazar. Tenía que convertirme. Ya no tenía elección. Que lo quisiera o no -y, Dios, sí que quería- era irrelevante. Pero era algo más que eso. No quería conocer sus pensamientos. No quería saber lo que Kaspar deseaba hacerle a mi padre. Y, desde luego, no quería saber lo que había estado pensando cuando me abandonó a la muerte.
Tal vez por eso me cogió de la mano y dijo que lo sentía antes de echarse la capa por encima de los hombros.
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Tenía mucho que pensar y sin embargo estaba pensando en ella. Tampoco era que me molestara. Era mejor que regodearse en la idea de que al cabo de doce horas Lee estaría a tiro de piedra de las fronteras de Varnley. No era algo que hubiese podido imaginarse antes del pasado mes de julio, y sintió que una rabia ya familiar emergía hacia la superficie. Y no intentó aplacarla. No tenía sentido intentar ocultársela a ella. Lee era el hombre que había enviado a su madre a la muerte; tenía derecho a estar indignado. Ya era bastante malo tener que controlarse en público. No podía hacerlo también en privado.
Tenía sed, pero la mayor parte de los ciervos habían huido hacia donde acampaban los sabios, atraídos por aquellas risas agudas que se posaban sobre las copas de los árboles. Aquello le provocó un escalofrío a la figura. Puede que los sabios se movieran en armonía con la naturaleza, pero no eran de aquel mundo..., ninguna criatura que pudiese matar a un hombre con una palabra pertenecía a aquel mundo. La figura de la capa suspiró. No era difícil ver por qué Athenea era el reino más poderoso. Nadie osaba cuestionar su autoridad. En cualquier caso, él se alegraba de no ser un asesino de los que tendrían que enfrentarse a ellos más tarde.
Pero lo que en realidad necesitaba era sangre humana. De hecho, necesitaba ir a la ciudad.
Esbozó una sonrisa. Allí la llevaría, cuando todo aquello hubiera acabado. A Victoria, en la costa sur de la isla Vancouver, o al Vancouver más grande. No quedaba muy lejos de Athenea. En realidad, valdría cualquier ciudad de la primera dimensión, porque allí los humanos sabían que los vampiros existían. Algunos se mostraban más que dispuestos a que los mordieran. La mayor parte, por el contrario, se morían de miedo cuando sabían que los vampiros andaban por allí. No había nada como la histeria en una caza.
Se detuvo, pues se dio cuenta de que sus pensamientos estaban derivando hacia donde no deberían. Ella lo estaría siguiendo, si se había dormido. Pero no pudo evitar pasarse la lengua por los labios a causa de la expectación, sobre todo cuando vio el destello blanco de una cola entre los árboles, a su derecha. No era más que un conejo, pero bastaría. Sin hacer un solo ruido, se acercó a la criatura, que permaneció completamente ajena al depredador hasta que una gran sombra bloqueó la luz de la luna, que se filtraba entre los pinos. Sobresaltado, el conejo golpeó el suelo con las patas traseras para echar a correr. Pero la figura de la capa se agachó y lo cogió por el pellejo del cuello antes de que pudiera alejarse.
Se oyó un crujido. «Más vale ser compasivo.»
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Me desperté empapada en sudor frío, medio desnuda sobre las sábanas, y di golpecitos con la mano sobre la mesilla hasta que encontré la lámpara.
«¿Me acostumbraré alguna vez a las muertes?», pensé mientras me esforzaba por apartar el sueño de mi cabeza. Lo dudaba. Sabía que era posible no matar para beber, pero aun así me sentía como si estuviera traicionando mi forma de vida vegetariana. Y en cuanto a lo de beber de un humano... Bueno, aquello era canibalismo puro y duro. Kaspar podría llevarme a cualquier ciudad del mundo y no mataría a un humano.
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Que nunca amanezca - ABIGAIL GIBBS
Vampire> Antes de que pudiera decir una sola palabra más, Kaspar me empujó contra la pared y comenzó a recorrerme el cuello con los labios. Su respiración se agitó y sentí su fuerza, su poder, su hambre. Su aliento no me caldeó la piel como lo habría hech...