La mañana siguiente amaneció gris pero seca. Se había levantado bastante aire y, cuando me senté al pie de la escalera, sobresaltándome ante el menor de los ruidos, el viento frío entraba a raudales por las puertas abiertas, me alborotaba el pelo y me ponía el vello de los brazos de punta.
Me había lavado la cabeza y había intentado aplicarme algo de maquillaje, pero me temblaban tanto las manos que delinearme los ojos se había convertido en una tarea ingente, así que había renunciado. Me había puesto una camisa limpia, negra y con botones, y un par de vaqueros de pernera ancha que me habían dado en cuanto me levanté. «Hacía años que no me ponía unos vaqueros de pernera ancha -pensé-. Si es que me los he puesto alguna vez.» También me había puesto unos zapatos, pero Eaglen me había dicho que me los quitara porque no quería que a nadie se le pasara por la cabeza la idea de que iba a marcharme a algún lado. A nadie. Todos supimos a quién se refería. Pero, en conjunto, tenía un aspecto más presentable del que había tenido desde hacía semanas. Estaba bastante segura de que se debía al hecho de que no quería que «a nadie» se le pasara por la cabeza la idea de que me habían maltratado.
Pero podría haber tenido el aspecto de la princesa más guapa del mundo -qué ironía- y aun así no me habría sentido mejor. Tenía náuseas. Esperar, sólo esperar, era una tortura mayor para mis nervios de lo que pudiera haberlo sido Ad Infinítum en el peor de los momentos. De hecho, era peor que ir a recoger las notas de mis exámenes, y aquel día había vomitado.
Miré la esfera del reloj de Kaspar. Las 12.40 del mediodía. Los sabios, unos treinta en total, ya habrían eliminado a los canallas y asesinos de la parte sur a aquella hora. Había oído a Henry cuando se marchaba aquella mañana susurrarle a Eaglen, que iba hacia la parte norte, que no albergaba muchas esperanzas de «sólo inmovilizarlos». «Se derramará sangre», dijo.
-¿Estás bien? -me preguntó Kaspar al sentarse junto a mí en el mismo escalón que la noche anterior. Llevaba una camisa negra, como siempre, pero aquel día se la había metido por dentro y abrochado hasta arriba. Hasta se había cepillado el pelo. Muda como desde hacía varias horas, sólo asentí-. Ya no queda mucho -añadió, y estiró las piernas. Yo también me sentía rígida, pero era incapaz de moverme.
El resto de los Varn se había refugiado en el estudio del rey para esperar. Nos dejaron sólo a Kaspar, a los dos mayordomos, a los aproximadamente diez guardias de Varnley y a mí en el vestíbulo de la entrada. De vez en cuando, los guardias se ponían en tensión, se hablaban con urgencia unos a otros en rumano, y luego volvían a relajarse. Una o dos veces se dirigieron directamente a Kaspar, que también se puso tenso; un destello rojo resplandeció en sus iris. Al cabo de un rato, supuse que aquello debía de ocurrir cuando un asesino se las ingeniaba para escabullirse de los sabios y cruzaba la frontera. Pero estaba claro que no llegaban muy lejos. En algún lugar recóndito de mi cabeza, sabía que las muertes iban en aumento.
12.50 del mediodía. Los sabios debían de estar ya desempeñando su labor en la zona norte para encontrarse luego con Eaglen cerca del pueblo de Low Marshes, que era donde estaba esperando mi padre. «¿Y si no está, dónde se supone que debe estar? ¿Le habrán llegado rumores de lo que tenemos planeado?» Aquello era improbable, puesto que el plan se había concretado el día anterior, pero aun así me preocupaba. No obstante, había eventualidades peores: los vampiros implicados podrían no respetar la Protección del Rey y de la Corona. Podrían matarlo. Aquello era mucho más probable. Tendría que limitarme a confiar en Eaglen. Él no lo mataría. No era de aquel tipo.
«¿Quién lo acompañará? ¿Guardaespaldas? ¿Consejeros? ¿Secretarios?» En mi mente se acumulaban innumerables preguntas. Las 12.55 del mediodía. Una ráfaga de viento muy fuerte atravesó las puertas e hizo que las capas negras de los guardianes se agitaran. El paisaje verde y gris del exterior quedó cubierto de telas negras hasta que el golpe de viento remitió. Las capas volvieron a adaptarse a las formas de quienes las llevaban y les cubrieron la piel pálida, traslúcida, una vez más. Me mordí el labio. «¿Cuánto sabrá sobre las Heroínas?» Suponía que bastante, puesto que por eso debía de haber elegido aquel momento en el que los seres oscuros estaban temerosos. «O eso debe de pensar él.» Las
ESTÁS LEYENDO
Que nunca amanezca - ABIGAIL GIBBS
Vampire> Antes de que pudiera decir una sola palabra más, Kaspar me empujó contra la pared y comenzó a recorrerme el cuello con los labios. Su respiración se agitó y sentí su fuerza, su poder, su hambre. Su aliento no me caldeó la piel como lo habría hech...