El Ruiseñor

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El emperador de Japón, allá por los años antiquísimos, era muy poderoso. Tenía un hermoso palacio con escaleras de granito, rodeado de extensos jardines maravillosos.

A aquel palacio concurría mucha gente, deseosa de contemplar las obras de arte que encerraba.

Mas pasado cierto tiempo decreció el interés por visitar el palacio. Había aparecido en los jardines imperiales un ruiseñor que atraía la atención de todos los que le oían y permanecían sentados sobre el césped, escuchando día y noche al avecilla.

Informado el emperador, se disgustó mucho viendo que su hermoso palacio era olvidado sólo por escuchar a un pájaro. Y dijo a su chambelán:

-Tráeme ese ruiseñor antes de que muera el día. Quiero ver cómo es ese pájaro cantor.

Salió el chambelán a cumplir el real encargo. Y al llegar a la orilla del Lago Sagrado vio junto a un bosque de bambúes a mucha gente que, sentada y en actitud complacida, escuchaban las melodiosas notas del pájaro cantor. Maravillado el chambelán al escuchar tan bella melodía rogó al ruiseñor que le acompañase al palacio del Emperador, y el pájaro accedió a ello.

En cuanto el Emperador le tuvo ante sí, le preguntó:

-¿Qué poder tienes que consigues eclipsar la grandeza de mi palacio imperial?

El ruiseñor hizo oír sus mágicos trinos y así estuvo durante algún tiempo. Cuando su voz se apagó, el Emperador despertó como de un bello sueño y el ruiseñor, como todos los cortesanos, vieron lágrimas en sus ojos.

-Quiero premiar tu arte inigualable- dijo el monarca- Dime tus deseos, y al punto serás complacido, porque poseo grandes riquezas.

-Señor, ya he recibido el premio: vuestras lágrimas y vuestra emoción.

Desde entonces, el Emperador retuvo a su lado al ruiseñor y escuchaba a todas horas su bello canto.

Hasta que cierto día le llevaron un regalo del Emperador de la China. Se trataba de un pájaro mecánico que cantaba girando un diminuta llave. Entusiasmado ante el obsequio, exclamó el Emperador dirigiéndose a su chambelán:

-Quiero que canten los dos al mismo tiempo.

Dio cuerda al pájaro mecánico e hizo una señal de que comenzara al verdadero ruiseñor.

Pero el Emperador, entusiasmado de la novedad, dijo despectivamente:

-En mi opinión, juzgo mejor cantor al pájaro mecánico.

Entonces, el ruiseñor, con los ojos húmedos de lágrimas, huyó del palacio oriental para ir a refugiarse en su anterior morada del Bosque de Bambúes, dolorido ante aquella ingratitud.

A partir de aquel día, el Emperador sometió al pájaro mecánico a monótonos e interminables conciertos. Hasta que una noche la cuerda del maravilloso juguete se rompió y el pájaro enmudeció para siempre.

¡Oh desgracia! El monarca enfermó. Una cruel melancolía se apoderó de su ánimo, y nada ni nadie era capaz de alegrarle. Enfermó de tristeza, y cuando parecía que el rey iba a morir sin remedio para su dolor, llegó hasta su alcoba una música deliciosa e inolvidable. Era el ruiseñor del Bosque de los Bambúes. Aquel bueno y fiel pajarito que, dando al olvido la desconsideración que en otro tiempo tuviera para él el pobre enfermo, volaba hasta su alcoba para endulzar su amargura.

Y el Emperador, con los trinos, sanó. Y comprendió que aquella música era mil veces más bella que la del juguete perdido.

Ya nunca más se separó de su ruiseñor, aquel fiel ruiseñor que con su canto le había devuelto la felicidad. 

Mis cuentos de HadasWhere stories live. Discover now