📕 DIARIO 📕

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13 de mayo de 1982


Soy un ser humano, y tengo derecho a morir...

Tengo derecho a quitarme la vida si quiero,

tengo derecho a regalarle a la muerte

mi bien más preciado

sin miramientos ni facturas...

Tengo derecho a dejarme llevar

por la oscuridad de ojos que ya no percibirán la luz,

por la insensibilidad de manos que ya no tocarán objeto alguno,

mis pies no se levantarán más que para ser colocados en el ataúd...

Tengo derecho, ¿o no?, a morir.

Un problema menos en este mundo,

un lugar vacante para alguien que desee permanecer en esta tierra.

Reclamo ese derecho, lo reclamo y pienso que es justo...

Quiero morir, y no necesito que nadie me detenga...

Deseo morir, Ylari... lo deseo...

Encontré el poema en mi zapato y ahora lo transcribo. Estaba en el bosque cuando me di cuenta de que algo me molestaba en la punta del pie. Cuando lo leí, regresé corriendo. Llegué tarde. Las monjas estaban bajando a Lucía, las demás lloraban.

Lucía era mi mejor amiga. Cuando pienso en el recuerdo más antiguo que tengo, ella está a mi lado, caigo en el pozo de sus ojos, me acaricia su piel canela, me roza su cabello ensortijado. Crecimos juntas. Aprendimos juntas a leer y a escribir. El orfanato era menos siniestro con su presencia, sus sonrisas destruían las sombras y las historias que inventaba en susurros me llevaban a universos resplandecientes.

Solíamos andar en bicicleta mientras perseguíamos a los gatos del bosque. Ella sostenía el manubrio a pesar de su mano atrofiada. Íbamos despacio por esa razón. Una vez se cayó y se golpeó la cabeza. Sangró. No se lo dijimos a nadie. Aquí en Santa Lucrecia el silencio es mejor que cualquier cosa. Hay menos palizas cuando guardamos silencio. Lu era más silenciosa los domingos después de confesarse. Yo sabía por qué. Su silencio era el mío, el de muchas.

El único clamor que está permitido es el de la música. Cuando toco la lira digo lo que pienso sin palabras. A Lu le gustaba. Sonreía cuando me escuchaba tocar y hasta trataba de imitarme. En su entierro toqué Llanto de lira y las monjas me castigaron. ¿Intuyen lo que significa?

Releo las líneas que dejó en mi zapato. Me aturden, me enojan, me dan ganas de caminar hasta su tumba y gritarle a pleno pulmón: «¡No tenías derecho! ¡No tenías derecho a dejarme sola!».

También pienso en seguirla. ¿Qué me queda en el mundo si ella no está, si no se acurruca a mi lado en las noches de tormenta? ¿Por quién soportaré los días? Es tan fácil marcharse... Si ella logró hacer el nudo con su mano atrofiada, ¿por qué no puedo hacer lo mismo? Otro domingo en el confesionario podría matarme de todas formas y tal vez no tenga que dejarme caer por el altillo, ni orinarme sin querer, ni dejar atrás mis últimas palabras en un zapato.

Pero pienso que una vez que yo muera Lu desaparecerá para siempre. Nadie la recordará. Las historias que me susurraba por las noches serán olvidadas. Todo lo que era, lo que fuimos, carecerá de sentido, su vida y la mía serán más pequeñas que un grano de sal. Mi música se perderá y yo con ella.

Pensar en eso me detiene. Sus historias, mi música, me detienen. Si encontré consuelo en sus palabras, si ella lo encontró en mis melodías, entonces también puedo hallar algo que mitigue este dolor. Una copa de cristal puede estallar en mil pedazos si encuentra el sonido adecuado, entonces el vacío estallará también si encuentro la melodía precisa.

Solo debo encontrarla.

Bajo las sombras [EN LIBRERÍAS] (EMDLE #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora