Summertime

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El 26 de Agosto de 1999 nació una niña en la maternidad del hospital de Bluepills, en Dressvin. La madre de la niña, una maestra de música de veinticinco años, Edith Stub, era hemofílica y falleció durante el parto.

Apenas recuerdo cuando un hombre llamado Luka Parker me descubrió acurrucada contra el cristal de un portal, roncando plácidamente. Las tiras de la mochila me caían hasta los codos. Y una nota pegada en ella decía:

«Busco familia».

Vomitó sobre sí mismo y se echó a llorar.

Me gustaría pensar que aquel hombre no me llevó consigo porque ya cuidaba de otro niño.

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Observé la situación desde el interior del taxi: Sull discutiendo con un matrimonio. La mujer, vestida de punta en blanco, aullaba algo asi como: '¡No te la puedes llevar!' repetidas veces.

El viejo taxista, abrió la puerta. Se abrochó el cinturón de seguridad, arrancó el coche y se dirigió a vete-a-saber-donde. Suspiró.

Para L.A fuí como un regalo caído del cielo. Una niña era justo lo que había deseado. Era un golpe de suerte.

Agarré mi mochila con fuerza, porque los tiras no paraban de caerse.

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Sucedió el primer sábado del mes de septiembre; el verano quedaba ya muy lejos. El sol se filtraba a través de las hojas, contra donde permanecía sentada contra la pared con los brazos rodeando mis rodillas. Era un vecindario tranquilo, con alguien corriendo por la calzada a primera hora de la mañana, un pájaro que trina pero que no remueve las hojas más arriba.

Cuando la señora que fregaba frenéticamente me vio a través de la ventana se limitó a exclamar un:

—¡La madre del cordero!

Dejó caer la bayeta sobre la repisa del fregadero y se acercó a mí.

—Estás fría como un corazón roto el día de los enamorados, muchacha —dijo mientras, sin darme cuenta, me envolvía en un edredón.

Camine por el salón y me detuve ante la chimenea. Por mi palidez, supuse que tendría la nariz rojísima.

—¿Quién eres? —pregunté emergiendo mis manos lentamente de los pliegues del edredón y acercándolas a la estantería para comprobar si había polvo.

Me tendió una taza de chocolate caliente. Bebí un sorbo sin molestarme en limpiarme el bigote de azúcar. Ella andaba indagando en sus propios problemas. Deslice mi índice por la fría estantería. Sí, tenía polvo.

—Sull no debió de avisar de que vendrías hoy. Maldito giraesquinas.

—¿Quién es Sull?

—Un amigo, supongo.

Hacía crujir sus nudillos de manera inconsciente mientras se paseaba por el salón y me preguntaba si estaba bueno el chocolate.

—Muy rico, señora.

—Llámame L.A.

—¿L.A? —quise saber mientras daba otro sorbo. ¿Su nombre eran dos letras?

—Laureen Ann —aclaró sentándose en la mesa.

Me senté yo también.

Me puse hacer como que patinaba sobre hielo. Es hacer el gesto de la paz, pero al revés, y dejas que los dedos se deslicen por la superficie, como si hiciesen patinaje artístico. L.A observó maravillada. Llevaba un pañuelo en la cabeza y unas gafas negras que ocultaban sus ojos. Enseguida nos pusimos ambas a trazar ochos por toda la mesa. A partir de ahí, atamos un hilo invisible al meñique de cada una.

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Cuando cumplí los dieciséis L.A me había enseñado cosas que nunca aprendí en el colegio. Me enseñó que las cosas materiales se rompen, a mirar las estrellas y a disfrutar de las caminatas, un buen libro, los atardeceres y las conversaciones en la madrugada.

Había veces en las que nos gritabamos y ella me llamaba descarada y maleducada, y luego volvíamos a nuestro patinaje artístico después de una cena.

Me enseñó que durante las comidas, si solamente se come, algo va mal.

Una noche, mientras yo recogía los platos, L.A soltó un suspiro.

—¿Sabes? —empezó con voz baja—. Viví veinte de mis años antes de que nacieras y siete más antes de que vinieras aquí. Sin embargo, te considero mi hija y mi verdadera amiga. Ven aquí.

Nos fundimos en un abrazo. Tuve la sensación de que aquello era una despedida, pero aparté esos pensamientos y hundí mi rostro en su cuello.

—Te quiero, mamá —sentencié, sin ni siquiera tratar de detener las gotas cálidas que caían sobre mis mejillas.

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Respiró hondo.

Abrió el armario que estaba a su derecha. Cogió la botella con unas pastillas blancas y redondas, las que tenían unos surcos en los bordes. Una docena de ellas. Las trituró hasta que quedaron reducidas a polvo. Puso ese polvo en uno de los boles azules que utilizaba para postres y añadió un poco de zumo de manzana que encontró en el estante superior de la nevera.

Dejó el coñac y el zumo de manzana sobre la mesita, se sentó en la silla que estaba junto a mi cama y ladeo la cabeza.

—Buenas noches, mi niña.

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Tardé siete noches llorando en darme cuenta de que cada uno tiene el derecho de hacer lo que quiera con su vida.

Tardé tormentas en aprender que batiéndome el pecho y rompiendo vidrios no iba a volver.

Tardé inviernos en recordar que algunos hilos no se rompen.

Tardé estaciones en saber que el verano siempre volvería.

Perdoné el abandono del primer día, al hombre por no recogerme, y cuando pude imaginarme a L.A con las manos en la cabeza diciendo: Oh, no, ¡no, no, y no! ¿En qué estaría pensando? ¿Dónde tengo la cabeza? Oh, Diana, perdóname, por favor; amanecí completamente.

Y en más de una ocasión me imaginaba a L.A extendiéndome sus manos a través de los cálidos recuerdos. Y la perdonaba.

Kozmic blues「Recopilación de relatos 2017-2018」Where stories live. Discover now