Todos y cada uno de ellos tiene una historia, una familia, algo que callan y no pueden decir. Pero en el momento menos esperado, harán lo inimaginable:
Matar a sus padres.
Historias, relatos y conexiones entre todos, cada muerte...
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Jeremías Kingsley tenía la vida perfecta.
O por lo menos eso es algo que alguien creería a simple vista.
Descendiente de una larga estirpe rusa, sus padres eran cariñosos y amorosos con él, le daban todo lo que pedía, tenía una excelente casa, residencia y posición económica.
Lo único malo, es que no tenía ni un amigo.
Ni uno solo.
Nadie con quien hablar, más que con sus dos padres: Lorianne y Malcolm Kingsley.
Pero no había nadie con quien platicar o jugar. Tenía cientos de juguetes y millones de maneras para pasar el tiempo, pero solo. Absolutamente solo.
A veces, miraba por la ventana de su calle. Contemplaba a todos esos niños felices y contentos, jugando como si no tuviera nada más que hacer. Tenían una botella como balón de fútbol, Jeremy tenía un balón y todo un equipo para jugar. Se puso sus guantes ya que quería ser portero, pero nunca se armaba de valor para salir.
Observaba a aquellos niños con mucha tristeza, en verdad, quería jugar con ellos, ser un niño normal como cualquier otro. Pero su madre estaba detrás suyo, le decía con envidia:
—No los necesitas para nada. Aquí está tu madre.
Y eventualmente, paso el tiempo. Años y años. Jeremy encontró un remedio perfecto para olvidar su falta evidente de amistad o personas a quien hablar. Cumplió catorce, se volvió gris, reservado y tímido
Quería evadir su realidad, olvidar por un gran motivo de que estaba solo y no tenía ni un solo amigo.
Encontró la manera ideal. Sus padres le compraron muñequitos pequeños, eran variados y formaban parte de una colección. Variaban y eran de diferentes tamaños y estilos.
Unos eran cazadores, dragones, princesas, príncipes, guerreros, castas. Con el paso de los años, él fue formando un gran imperio, pero con la gran peculiaridad de que no había ningún rey. Era un pueblo, en todos esos lugares debía haber un gran monarca. La ciudad imperial se llamaba "Kensington" y su rey vitalicio era su santidad y eterno emperador. Jeremías Stankovich Kingsley.
Así pasaba sus días, después de terminar los deberes escolares que le ponía su maestro particular miraba fijamente a su gran palacio, si se concentraba lo suficiente, todo el reino se haría grande y real, justo lo que él esperaba y la única razón por la que jugaba sin parar. Llego un punto en donde creyó que todo era real, pero no, todo era producto de su retorcida y solitaria imaginación. Sus padres notaban esta extrañeza con la mayor inocencia del mundo.
La amistad era un sentimiento que no podía comprender. Ni siquiera era una definición que conociera. Pero un día, cuando tenía diez años, observó como de costumbre a su ventana. La residencia de los Kingsley estaba en frente de un parque, fue la sorpresa para Jeremy ver a otro niño con una espada, tenía un traje café y practicaba perfectamente. Jeremy no dudó ni un segundo en incorporarlo a sus santas filas.