EL ARRIBO

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Tres jornadas de viaje me fueron necesarias; una menos de lo que había previsto,  para poder vislumbrar recién en la lejanía, las luces de la Loma Colorada. Un pueblo de pescadores que sólo se mantenía a flote por ser una parada obligada a todo aquel que viaja al sur. Pertrecharse es una buena idea cuando las distancias son tan extensas y las nevadas se precipitan furiosas en invierno.

Los lugareños cuentan que en invierno la nieve cubre las praderas ocultando el camino; que en otras épocas del año está tan profundamente apisonado, que a los caballos se les hace difícil mantenerse al trote sin trastabillar. Por este motivo aquellos que desafían a la naturaleza pueden verse momificados en verano a las orillas de las transitadas carreteras, cuando el sol ha bañado con sus primeros rayos de la estación las congeladas vías. Ahí ya es demasiado tarde para volver a casa.

Yo sólo había escuchado vagas historias acerca del nombre de aquel poblado, jamás algo concreto. Mi fuerte atracción por conocer algo más de los anales de ese pequeño asentamiento me llamaba a su taberna. Sabía que allí frecuentaban juglares cuyo único propósito era dar a conocer sus baladas, ganando el favor de sus oyentes, o el desprecio por sus plagios. Quien primero la cantara, sería el propietario de la misma; así funcionaba la fama en aquellos tiempos.

Mis pasos me guiaron por un sendero marcado por las antiguas pisadas de caballos, carretas, y hombres. La historia narraba que el pueblo se había formado inicialmente por individuos de los bosques, quienes a raíz de la guerras que asediaban las fronteras de Los Sotos se vieron obligados a dejar sus hogares en los altos arboles para migrar cerca de las costas en un entorno completamente distinto, pero con otras tantas oportunidades.

La historia pocas veces es sangrienta, y esta no era la excepción.

Antes de poder disfrutar de un plato de comida caliente, de una cerveza helada y de una reconfortante cama, tendría que conseguir algo de dinero pues con los tres cobres que había obtenido no podría hacer mucho más que comprar una jarra de cerveza, y mi propósito era cambiar las preciadas dagas que había sustraído del frustrado atacante por algunas monedas de mayor valor.

No presté atención a las armas hasta que me presenté al herrero del pueblo, quien de inmediato se extrañó al ver los objetos en mi posesión.

—Chico, yo devolvería tales objetos a su propietario. No se como lo lograste pero no es una buena idea robarle a Sallen, menos sus cosas de más valor. —Dijo el hombre en un tono preocupado.

—No he robado nada, anciano, jamás lo he hecho. Estás dagas me pertenecen ahora por derecho. Mi atacante perdió su vida en el momento en que intentó quitarme la mía.

No pude ignorar el cambio en el rostro de aquel hombre, su cara preocupada y a la vez apacible, se tornó blanquecina mientras que su boca caía levemente, dejando en evidencia la falta de uno de sus incisivos centrales en aquella dentadura amarilla como el azufre.

—Créeme buen hombre, lo que te digo es cierto, no bromearía con mi vida.

—Te creo, más nadie en este pueblo querrá comprar aquellas cosas. Escúchame bien, has matado una leyenda, has terminado con lo que para muchos fue el terror de los asaltantes. Por años Sallen nos cuidó de los horrores que provocaban los bandoleros y delincuentes, y ahora tú cargas con la muestra de que ya no tenemos esa seguridad. Por tu bien te aconsejo guardar las dagas, y no dar muestra alguna de ellas, al menos hasta que dejes el pueblo. —Inmediatamente el anciano se interrumpió para dar paso a una pregunta que casi le ahogaba.

—¿Sabes porque nuestro pueblo recibe el nombre de la Loma Colorada ?

—Pues me encantaría saberlo. —Respondí desafiante mientras el hombre de tez morena me miraba de pies a cabeza, como buscando una explicación a mi temeraria respuesta.

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