LA CIUDAD

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Luego de la última jornada de viaje, los caballos estaban exhaustos y sólo habíamos parado a descansar durante la noche, comiendo lo poco que sacáramos en nuestra huida de la Loma Colorada. Un poco de carne seca y un pan tan duro, que cuando me lo metí a la boca estaba seguro de haber agarrado una piedra.

Estábamos sucios a más no poder, y el cuerpo olía peor. La sensación de sudor es desagradable cuando el sol pega tan fuerte, pero sumado al polvo del camino, me sentía cocido y hediondo a niveles insospechados.

Al ver las inmensas puertas de la ciudad me llamó la atención particularmente tres cosas.

La primera era que las puertas a pesar de ser enormes, giraban con una delicadeza digna de la más fina de las damas de la corte Lotana. Su movimiento era casi imperceptible y no emitía ruido alguno, como suele pasar con los mecanismos de goznes tan habituales en las ciudades mas grandes.

Lo segundo era que toda las piedras que componían el muro, y hasta donde alcanzaba a llegar mi vista, estaban perfectamente encajadas y brillaban de una manera extraña. No parecía la típica piedra gris que se labra y se usa en construcción, por el contrario, las paredes de Loto eran como el firmamento a cualquier hora del día: Un negro intenso que brillaba entre espacios a lo largo y alto de toda su estructura. Se me antojaba como la superficie de las cuevas norteñas donde el cristal arropa todas las paredes y el brillo es intermitente cuando se pasea la vista. Yo estaba seguro que esa piedra era ónice, pero el brillo cristalino no me daba seguridad. De cualquier forma el ónice era resistente y si por algo era famosa esta ciudad era por sus muros.

Lo tercero era una estructura que a pesar de los altos muros, sobresalía a lo lejos al interior de la ciudad. Hasta donde alzaba mi vista, pude percibir que era un edificio sin ventanas aparentes, carente de cualquier pieza de cristal y del cual en su punto más alto, se apreciaba una enorme esfera, que no puedo describir que era debido a que en ese momento el sol eclipsaba mi vista.

—Hey, en marcha. —Me susurró Metre como guardando alguna clase de secreto que sólo él y yo debíamos escuchar, pero luego me di cuenta que se debía a la forma en que nos miraban los cuatro guardias apostados; dos en la entrada y dos en la parte interior de las puertas.

Su vestimenta era extraña e inquietante. Jamás había visto soldados cuyo rostro estuviera cubierto por una malla de género en vez de cascos. La imagen era algo perturbadora y me los imaginé en una oscura noche apresándome en algún callejón lóbrego después de una borrachera.

La armadura la constituía una coraza negra mate que sólo llegaba a la altura del esternón y no tenía cobertura más abajo de los hombros. Las musleras eran de un negro más brillante que el pecho y había un espacio vacío entre la rodilla y las botas que sólo cubrían tres cuartas partes de la tibia. También eran de un negro opaco.

En el centro del pecho, como era de esperar, se distinguía el emblema de Loto: Una red atrapando las estrellas y la luna, todo de un color rojo granate. La región de Boca de Lobo la constituían sus tres provincias, pero Loto era la única con un emblema diferente.

Caminamos por una calle abarrotada de mendigos y muy ancha. Los umbrales de las casas que encerraban la calle eran pequeños como para resguardar a cualquiera de esas personas de la más fina de las lluvias, no obstante dudaba mucho que durmieran en el mismo sitio donde trabajaban.

A cada paso un hombre de barba cenicienta tiraba de mis botas, a cada metro que lograba cubrir, un crío de cara sucia y cuyo alimento parecían ser sus mocos, me miraba de manera lastimosa por un hierro. De haber tenido un hierro tampoco lo habría compartido, se de buena fuente que estos chicos son la peor mafia de las ciudades más grandes, y sentir lástima por ellos es como sentir lástima por alguien que caída la noche puede atravesarte un pulmón por diversión.

Kaled Where stories live. Discover now