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Córsol, salió a paso firme detrás del mostrador, y rápidamente cerró la puerta de su establecimiento; dando en el mismo momento una vuelta al letrero que indicaba por un lado "Abierto" y por el otro "Cerrado".

—Llevo cuarenta y ocho años de mi vida trabajando para el próspero devenir de esta hermosa y gran ciudad. Los primeros once años los dediqué  por entero a trabajar en las afueras de estos muros, para las mineras del señor Niklitson; un buen hombre pero con un carácter de perro hambriento —el armero miró sus manos y suspiró brevemente—. Las tareas eran simples pero agotadoras, y el tiempo que duró mi vida recolectando mineral de obsidiana, lo invertí ahorrando cada hierro que sacaba. Aún recuerdo la  obsidiana que nos ganábamos por un día de deslome. Pero mi ganas de salir adelante y conseguir una mujer que me preparase el alimento eran mayores mi estimado amigo, por lo que afronté de buena gana el desafío.

>>Luego de ese período de trabajo pude finalmente ahorrar lo suficiente como para comprar este lugar. Era horrible, y si bien no es grande, me daba y sigue dando el espacio que necesitaba para emprender mi negocio.

El hombre hablaba saboreando cada palabra, orgulloso de sus historias y de sus decisiones.

>>Pues bien señor... creo que aún no me da algo con que llamarlo.

—Llámeme Kaled señor Córsol. —Me apresuré a indicar.

—Pues bien señor Kaled. En mis treinta y siete años como comerciante de armas, y desde que inauguré este próspero negocio, jamás nadie había notado lo que usted a simple vista.

Sentía como una repentina ansiedad se acentuaba en mi garganta, quería formular la pregunta.

—¿Y que sería eso señor Córsol?

—En este pueblo donde abunda el conocimiento, donde los nobles se pasean como dueños de cada centímetro de suelo, nadie había notado hasta hoy lo que usted señor Kaled: que el nombre de mi local no es sinónimo de remover. —Yo notaba que al armero le estaba costando trabajo explicarse.

—Creo que no lo capto del todo —Me arriesgué a decir.

—Lo pondré de esta forma: Desde siempre he tenido un ingenio afilado, o al menos eso decía mi difunta madre, y en parte se debe a que la lógica guía mi actuar. Siempre me ha llamado la atención la creación de objetos a partir de su funcionalidad.

>>El nombre de mi establecimiento es uno de los tantos inventos que no he logrado patentar, pero de los cuales ya tengo un prototipo. Se llama revólver y si me da usted un poco de su tiempo, le mostraré de que se trata. Será mucho más fácil. —El hombre se mostraba más emocionado que un crío al que le acaban de dar una plata sólo para gastar en dulces.

Me invitó a pasar a una puerta que se encontraba doblando un pequeño pasillo y en la cual no había reparado. Conducía a una escalera que llevaba a un subterrraneo tenuemente iluminado. Una sensación extraña se apoderó fugazmente de mi piel erizada: recordé mi cautiverio.

Córsol iba por delante y a pesar de la poca luz, se movía con una perfecta sincronización donde yo trastabillaba cada dos por tres.

Llegamos al final de la corta escalera que serpenteaba en caracol y me sorprendió ver que, una vez abajo, la estancia era muy grande.

Si arriba contabas veinte metros cuadrados, abajo el espacio era al menos dos veces mayor.

La luz era intensa, pero yo la notaba de alguna forma intermitente, y por la manera en que Córsol me inspeccionaba, esto también era un detalle que pocos notaban.

—Señor Kaled, bienvenido a mi submundo. Este es mi refugio y donde confluye toda mi creatividad. —me miró fijamente e inquirió pícaro: —¿Habrá notado algo extraño?

Kaled Donde viven las historias. Descúbrelo ahora