HISTORIAS ENCONTRADAS

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Tras despedirme de Robert me encaminé al baño, necesitaba una ducha urgente. Para mi sorpresa estaba totalmente equipado, como si de una habitación de hotel se tratase. Tenía cepillos de dientes sin usar, en su estuche, dentífrico, toallas, secador, plancha para el pelo... ¡Vaya! Parecía como si lo hubiera tenido planeado de antemano, aunque sabía que eso era imposible, salvo que fuera un médium, pero no le pegaba. Seguramente siempre tendría la casa de invitados acondicionada por si alguien venía a visitarles, al menos eso quise pensar.
Antes de entrar a la ducha cogí uno de los cepillos los dientes de madera, le quité el embalaje, le puse pasta de dientes y me los cepillé. Lo dejé con delicadeza en un vaso de cristal que había en la pared de encima del lavabo y, entonces sí, me dirigí a la bañera. Era enorme y redonda, de hidromasajes. ¡Qué alucine! Siempre había soñado con una de estas.
Abrí el agua y una vez alcanzó la temperatura deseada, templada para mí, hirviendo para cualquier otra persona, puse el tapón y dejé que se llenara. Me desnudé por completo y me sumergí en el interior. Me encontré con sales y una bomba de jabón en una esquina, así que las eché al agua y dejé que hicieran su magia. El agua se tiñó de morado, se llenó de jabón y se aromatizó con olores a lavanda. Estuve trasteando con los botones de la bañera hasta que conseguí poner a mi gusto el hidromasajes. ¡Ufff! ¡Qué placer! ¡Qué gustito daban los chorritos mientras me recorrían el cuerpo! Al principio me pasé con la potencia e hicieron que me dolieran los cardenales, pero una vez bajé la fuerza parecieron acariciarme y aliviar mi dolor, al menos el físico.
No sé si pasé una o dos horas en la bañera, la verdad es que por un momento perdí la noción del tiempo, pero estaba hecha una pasa, toda arrugada. Decidí que era hora de salir. Cogí una toalla morada que había dejado a mano y pisé sobre la alfombra a juego para secarme. ¡Qué suave era todo! Se notaba que eran de calidad. Una vez terminé de secarme me puse el pijama que Gómez me había ofrecido. Era realmente bello, muy colorido y fresco, diría que era de seda roja. Ideal para el verano, aunque enseñaba más piel de lo que me gustaría ahora mismo, pero bueno, estaba sola y nadie iba a verme. Me vestí frente al espejo y no pude evitar mirarme la cara de compungida y triste que tenía, además de la herida del labio y los numerosos cardenales que recorrían mi cuerpo. ¿Qué había pasado? ¿Cómo había llegado hasta este extremo? Intenté reprimirme sin éxito, y las lágrimas que tenía contenidas salieron a relucir. Me apoyé sobre el lavabo y dejé caer la cabeza sobre las manos, llorando desconsolada. Quería gritar, quería golpear algo... Pero no podía y tuve que contener toda esa rabia. Volví a contemplar mi rostro y me sentí la mujer más fea y desafortunada del mundo, quería desaparecer, perderme para siempre... morirme. Pasé buen rato así, hasta que cogí las fuerzas suficientes para arrastrarme hasta la cama. Fui literalmente arrastrando los pies, la cabeza gacha, aún con lágrimas en los ojos, como un alma en pena. Realmente me encontraba muy cansada y los párpados me pesaban, pero dudaba que pudiera dejarme dormir. ¿Cuánto podía vivir alguien sin hacerlo?
Me dejé caer boca abajo sobre la cama, mordí la almohada, gritándole al silencio y le di un puñetazo. Después me di la vuelta de un brinco y clavé los ojos en el techo asimilando la situación e intentando tranquilizarme. Hasta entonces había estado un poco en trance y ocupada, ahora que estaba sola, todo se volvía más real y doloroso. Respiraba agitada, así que hice unos ejercicios de relajación que había escuchado por ahí hasta que poco a poco fui ralentizando el ritmo y respirando más despacio. Cuando creí que estaba mejor y más tranquila cerré los ojos en un burdo intento de dormir. Sin embargo, uno tras otro los recuerdos de la noche anterior me invadieron y me colapsaron la cabeza. La verdad es que la vida me había dado un duro revés, y lo peor es que no me lo había visto venir... o quizá sí, y no quise verlo, que es aún peor. ¡Qué idiota había sido!
El pulso se me empezó a acelerar cada vez más y me inundó un frío y húmedo sudor por todo el cuerpo. La sien me palpitaba como si me fuera a estallar, la respiración se me entrecortó y empecé a hiperventilar mientras el cuerpo me temblaba. Una ansiedad que hasta ahora nunca había conocido me desbordó. Fui incapaz de controlar todos esos sentimientos encontrados y me era imposible cerrar los ojos, pues cuando lo hacía, afloraba todo mi tormento y se me repetían las imágenes de Martín golpeándome frenéticamente y sin compasión. Con esos ojos demoniacos inyectados en sangre.
Cuando no pude más porque mi cuerpo amenazaba con entrar en colapso, me levanté ipso facto de un salto de la cama y me fui a mojar la nuca y la cabeza para intentar aplacar los nervios e intentar frenar el sudor. Estando debajo del grifo traté de calmar la respiración, inhalando hondo por la nariz y exhalando todo el aire por la boca. Repetí reiteradas veces este ejercicio, pues estaba muy acelerada y me estaba costando bastante recuperar la compostura.
Por un momento pensé en llamar a Robert, aunque finalmente decidí no molestarlo. Ya había hecho bastante por mí y tampoco quería hablar de Martín en este momento. Me decanté por dar vueltas por la casa, sin un rumbo predestinado, simplemente por mantenerme realizando alguna actividad, lo más distraída posible. Solamente me detuve cuando vi una pequeña librería con varios volúmenes de la que no había reparado hasta entonces. Escogí un tomo de los que había porque su portada captó mi atención, era una fusión entre un cerebro y una bombilla. Se titulaba: "Psicología: María", por lo que supuse que estaba escrito por esa tal María.
Comencé a leerlo, sentada en el suelo. Me fascinaba la lectura y así al menos entretenía la mente. Al principio me costó concentrarme en él, pero pronto me dejé embriagar por sus páginas. Conecté enseguida con él, pues parecía una historia contada especialmente para mí. La protagonista estaba pasando por una situación similar. ¡Increíble! No podía dar crédito de la similitud que tenía con mi vida y aunque esté mal que lo diga, ver las desgracias de otras me hizo sentir menos desgraciada en este momento. Tenía prisa por saber si la mujer encontraría o no su final feliz y cómo, para seguir sus pasos, pero aún me quedaba un largo camino por delante para descubrirlo.
Al rato empezó a dolerme la espalda de estar retorcida en el suelo, por lo que decidí seguir con la historia en la cama. Me tumbé boca arriba, sostuve el libro en alto con las manos y continué la lectura. Llevaba unos ocho capítulos leídos cuando mi mente y me cuerpo desconectaron. Poco a poco el ejemplar fue resbalando de mis manos hasta aterrizar levemente en mi cara. Me había quedado plácidamente dormida sin ni siquiera esperarlo. En mis sueños imaginé que era una caricia de mi marido Martín, una de esas caricias que hacía años que no sentía.
Tuve muchos sueños distintos esa noche, pero por suerte fueron buenos; desde romances épicos hasta aventuras mágicas. Pero el mejor sueño sin duda, fue el recuerdo de cuándo y cómo nos habíamos conocido Martín y yo, el amor que nos profesábamos y el momento de nuestra boda.
Al final esa noche, que comenzó tortuosa y que pensaba que me mantendría en vela, se convirtió en una magnífica velada de sueños embaucadores y maravillosos. Por fin pude dormir cómoda y tranquilamente y obtuve un más que merecido descanso.

 Por fin pude dormir cómoda y tranquilamente y obtuve un más que merecido descanso

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