001 | Vodka

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KANSAS

—Al fin prende esta mierda —murmuro para mí misma, antes de cerrar la puerta del Jeep.

Mi día va de mal en peor y es inevitable lanzar palabrotas al aire mientras conduzco a través de la avenida.

Primero, el profesor Ruggles nos había explicado la teoría de los sueños de Hartmann, que establece la hipótesis de que los sueños reflejan nuestras emociones y que lo hacen en forma de metáforas. Como siempre hay un bromista sin el más mínimo interés en la clase, se originó un debate tras la mención de un sueño de alto contenido sexual. Y como me encanta exhibir mis opiniones, expresé que para mí no todos los sueños significan o reflejan algo concreto.

El bromista se ofendió porque le dije, sutilmente en lo que a mí respecta, que sus sueños mojados con Penélope Cruz no eran más que fantasías de un órgano viril necesitado y, además, algo que jamás pasaría. Él terminó por gritarme que sería una terrible psicóloga y yo terminé por contestarle, también entre gritos, que podía exteriorizar mis opiniones tanto como quisiese. Tras eso, llegué a casa para encontrar la alacena totalmente vacía. No había más que leche rancia en la nevera y un paquete de avena. Supongo que esas son las consecuencias de convivir con Bill Shepard. Todavía me pregunto cómo no morí de hambre en los últimos dieciocho años de mi vida. Y ahora, para mi desgracia, el Jeep se me averió en pleno estacionamiento del supermercado y he dejado a Zoe completamente sola en casa.

Ser niñera es un trabajo fácil, aún más cuando debes cuidar a la inofensiva Zoe Murphy. Lo único que debes hacer es poner algún programa para niños de esos que los vuelve mini humanos fanáticos de un perro, mono o dinosaurio, cualquiera sea el animal que extraordinariamente habla y les enseña los colores. Sin embargo, el viaje de cinco minutos a la tienda se transformó en casi una hora y, a pesar de conocer hace años a la madre de Zoe, espero que no se entere de mi pequeño percance.

Me siento la peor niñera del mundo, seguramente lo soy.

Dejo de reprocharme y estaciono en la entrada de casa antes de estirarme hacia el asiento trasero para sacar las bolsas del supermercado. Habría llevado a Zoe conmigo, pero ella todavía está resfriada y el clima no es particularmente agradable en esta época del año. Camino a toda prisa hacia la puerta, maniobrando para meter la llave del coche en el bolsillo de mis jeans y no dejar caer las bolsas en el proceso. Empujo la puerta y el alivio me inunda al instante en que veo a la pequeña de pie en medio de la sala.

—Lo lamento muchísimo, Zoe —me disculpo mientras cierro la puerta con el pie y dejo caer las bolsas sobre el sofá—. El auto se me quedó, pero traje todo lo necesario para hacer tu pastel de cumple... —Me detengo al percatarme de que parece no prestarme ni la más mínima atención.

Me quito la chaqueta y la arrojo también sobre sofá mientras camino hacia ella, extrañada por su inusual mutismo. Mantiene la vista fija en algo de la cocina y mi curiosidad se dispara. Espero que no esté poseída o algo por el estilo. Lo que menos necesito en este momento es llamar a un sacerdote para que practique un exorcismo y arroje agua bendita por toda la casa. Entonces, mis ojos se encuentran con lo que Zoe contempla e instantáneamente un grito trepa por las paredes de mi garganta.

Hay un chico inconsciente tirado en el piso de la cocina.

Me giro a toda velocidad y tomo a la niña por los hombros. Comienzo a inspeccionarle el rostro, rotándolo entre mis manos como si fuera una bola de bolos. Siento mi corazón acelerado mientras busco cualquier indicio de que esté herida. Tal vez no sea la niñera del año, pero me preocupo por ella. La cuido desde hace alrededor de dos años y me estremece pensar que algo malo pudiese pasarle. También me cala los huesos recordar que su madre es abogada.

TouchdownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora