017 | Inseguridad

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KANSAS

—Aún no puedo creerlo —murmura Jamie desde el asiento trasero del Jeep—. Hizo dos touchdown en menos de seis minutos —exclama pasándose las manos por el pelo—. ¡Malcom es un maldito genio!

—¿Y desde cuándo eres parte de su club de fans? —interrogo con las manos al volante.

—Desde hace cincuenta minutos —responde observando en su reloj cuánto tiempo pasó desde el final del partido.

—Yo también quiero un club de fans —se queja Gabe desde el asiento del copiloto, y veo a Harriet poner los ojos en blanco por el retrovisor—. ¿Te gustaría ser la fundadora, nena? —me pregunta.

—Se necesita gente para formar un club —le recuerdo girando a la izquierda—, y lo más cercano que tienes a un fan en la ciudad es a tu abuela, Gabriel —me sincero.

—El club de la estupidez no necesita fans —informa la rubia a mis espaldas, y el castaño solo es capaz de reír.

Él no se toma nada en serio, es un hecho. Probablemente yo hubiera implementado un ataque verbal a cualquiera que me dijera idiota, incluso si lo hicieran con la sutileza de Harriet. Sin embargo, Hyland no se toma las palabras a pecho.

—¿Podemos dejar las indirectas, muchachos? —interfiere Jamie—. Esto no es Twitter.

—Concuerdo —digo cambiando la canción del estéreo, basta de The Beatles por hoy—. Vamos a una fiesta, así que quiero que solo se hable sobre cosas triviales, de bebidas alcohólicas o de Travis Kelce —aclaro deteniéndome en un semáforo.

Siempre es buen momento para hablar de Travis Kelce.

Una vez que el partido terminó, no tuve otra opción más que bajar de las gradas e ir a felicitar a mi padre y a los jugadores. Para cuando logré atravesar la multitud de eufóricos universitarios, la mayoría de los Jaguars ya habían entrado a las duchas del vestuario. Bill estaba tan exaltado por la victoria que se olvidó, solo por un segundo, de la presencia de Gabe. Me abrazó en su arrebato de alegría y solo fui capaz de reír al verlo tan emocionado, era como un niño tras abrir sus regalos de Navidad. Tras decirle a Jamie que no aceptara porros ajenos, a Harriet que era la conductora designada y a mí que no bebiera hasta la inconsciencia, se encaminó en dirección a Hyland con una severa advertencia: «Pon tus manos sobre mi hija y más de cincuenta muchachos se encargaran de entumecer tu trasero. Cuídalas, mocoso».

Bill sabe que tras cada victoria se hace una fiesta de celebración, y aunque no está de acuerdo con la idea de juntar alcohol, chicos y música, lo acepta por el simple hecho de que él también fue un universitario alguna vez. Bill Cyrus Shepard tuvo su época de gloria, y es consciente de que no puede protegerme de ciertas cosas.

Pero para eso están los Jaguars, ¿no?

—¿Creen que Beasley irá? —pregunta Gabe sincronizando la radio.

—¿A qué se debe tu interés? —Enarco una ceja hacia el castaño e intento apartar su mano del tablero del coche.

—Ya sabes —divaga jugando con los botones del estéreo, una media sonrisa curva sus labios—. Quiero darle un beso de felicitaciones.

No puedo evitar reír ante la convicción en su voz y, en cuestión de segundos, la estruendosa risa de Jamie inunda el Jeep. Harriet intenta ocultar su sonrisa mientras se aplica algo de labial observándose en un pequeño espejo de mano. Su cartera es una galera mágica, como el bolso de cuentas de Hermione.

Debo dejar de mirar Harry Potter con Zoe.

—Supongo que irá —conjetura Jamie, encogiéndose de hombros—. La última vez que lo vi estaba hablando con esa chica del periódico.

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