009 | Neurótica

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MALCOM

—Es monstruoso —susurro sin dejar de observar la escena, atónito.

Una pelirroja llora y grita en medio de la calle, el enojo la consume por completo. Toma una piedra del tamaño de una pelota de béisbol y la arroja contra la penúltima ventana intacta de un auto estacionado. Ojalá que el seguro le cubra los daños al dueño del coche, porque solo le queda un vidrio en pie.

—¡Jamie! —Kansas la llama con urgencia en su voz—. ¿Qué diablos haces? —le espeta intentando acercársele.

—No te recomiendo que hagas eso —le advierte la misma rubia que estaba con ella en las gradas, antes de llegar a su lado.

No tengo ganas de aproximarme a la psicópata de las piedras, pero lo único que me falta es que le arroje una a Kansas. Seguramente Bill pintará la habitación de huéspedes con mi propia sangre si encuentra un hematoma del tamaño de una pelota en la frente de su hija.

—Jamie, escúchame —pide la castaña intentando llamar su atención, pero la pelirroja es como un jodido e iracundo can: imparable y, ciertamente, terrorífico—. No sé lo que ocurrió, pero podemos arreglarlo de forma civilizada —intenta calmarla.

—Esos vidrios no tienen arreglo —la interrumpo haciendo un ademán al coche—, los partió en cinco mil pedazos, Kansas. Espero que el seguro se apiade del propietario.

—No me refiero al coche, Malcom —señala lanzándome una mortífera mirada cargada de fogosidad—. Y no estás ayudando.

—Jamie, por fa... —intenta hablar la rubia.

—¡Es un desgraciado! —Jamie la corta antes de aventar otra piedra, el estruendo de los vidrios haciéndose añicos resuena en la calle vacía—. Derek Pittsburgh puede irse al infierno —escupe con cólera.

Entonces se da la vuelta para enfrentarnos y soy incapaz de ahogar el jadeo horrorizado que trepa por las paredes de mi garganta. El cabello rojizo de la chica es un nido de ratas, una maraña de pelo que no ha visto un cepillo por unos cuantos días. Su rostro es lindo, seguramente, bajo la capa de monstruoso maquillaje que tiene en este momento. La máscara de pestañas —creo que se llama así— se le corrió por toda la cara y ahora parece un mapache rabioso.

Saco mi teléfono y comienzo a presionar el número de alguna autoridad local. Definitivamente ellos sabrán qué hacer con una chica en esta condición.

—¿Qué haces? —interroga Kansas con exasperación.

—Llamo a control animal.

—¡Malcom! —exclama antes de que la rubia me saque el teléfono con una mirada desdeñosa en sus ojos.

—Es un imbécil —solloza la pelirroja otra vez—. ¡Todos los hombres lo son! —grita antes de agacharse a recoger otra piedra, pero se tambalea y cae de culo a la calle.

—¿Está ebria? —pregunta Kansas antes de correr y caer de rodillas a su lado, con la rubia pisándole los talones. El alcohol podría explicar la conducta animal—. Jamie, mírame —ordena la castaña antes de quitarle la piedra de la mano—. Tranquilízate y dinos qué ocurrió.

—¡Pittsburgh, eso fue lo que ocurrió! —dice el mapache alcoholizado.

Mis ojos se trasladan al auto y luego a la pelirroja, me doy cuenta de que esto es consecuencia de una ruptura amorosa. Tiene que serlo. Y como toda mujer resentida, ha venido aquí a hacerle pedazos el coche.

—¿Qué te hizo Derek? —interroga la chica de buen vestir.

—Estábamos tan bien, tan malditamente bien —suspira sorbiéndose la nariz—. Casi llegamos a los siete meses de relación y el jueves iba a conocer a sus padres —se lamenta.

TouchdownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora