Capítulo 6

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Soñaba. Soñaba con una campana... era la campana de la catedral de M..., o la campana de la iglesia del pueblito donde pasó las vacaciones, quizá la campana del castillo a la hora de las comidas, quizá, solamente, el despertador. De pronto se sintió sacudido por los hombros, y, sin comprender lo que ocurría, vió un rostro de sacerdote encima del suyo, y oyó que le decían: "¡Vamos, vamos, arriba!".
   
Completamente asombrado aún, se arrodilló para escuchar la oración: "Dios mío, por vuestra bondad vuelvo a ver la luz". Blaján le hizo una señal amistosa. Echo un vistazo hacia Lucien, quien le sonrió. Saltó de su cama, se puso las pantuflas, vacío los bolsillos del traje azul, lo cepilló rápidamente —tenía buenos principios— y lo guardó en el ropero. Eligió un traje de golf y se dirigió a los lavados.
    
Esperó, pues todos los sitios estaban ocupados. Cada uno de sus compañeros tenía su manera de asearse. Éste se mojaba apenas, furtivamente. Aquél se enjabonaba la cabeza bajo el grifo, semejando a una torta de postre completamente cubierto de espuma. Este otro se frotaba la cara, cual si quisiera desollarla. Otro, al contrario, parecía modelarse delicadamente la suya. George término al fin.
     
Extendió la toalla en el respaldar de la cama, y humedeciendo el pelo con loción, colocó su espejo sobre el almohadón para peinarse.
      
Vió a Lucien Rouvière. Se vestía tal cual se había desvestido: con soberano desprecio de las costumbres. El celador estaba lejos, y seguramente, Rouvière lo sabía. En verdad, ¿qué actitud más natural que la de no prestar atención a sus vecinos?. Todos eran muchachos: mañana, él tampoco les prestaría atención.
      
En el estudio, le bastó con seguir a Blajan, hasta la mitad de la sala para reencontrar su pupitre; Rouvière seguía estando a su izquierda, y al final de la fila de pupitres.
        
Entre los grandes el superior en persona dirigía está "meditación", consagrada generalmente al santo del día. Esa mañana sólo les hizo una breve alocución familiar. Después de desearles la bienvenida, recordó los deberes a cumplir con Dios y con ellos mismos, con sus maestros, sus padres, sus compañeros. Los invitó a asistir con fervor a la misa que celebraría, primera del año escolar: la misa del Espíritu Santo. Anunció que un eminente padre dominicano predicaría el retiro que comenzaba esa tarde, y expresó la esperanza de que todos recibirían de él los frutos deseables. Habló de los cuadernos de retiro, a entregarse a los profesores.
      
George examinó a sus compañeros colocados delante de él, seguramente alumnos de cuarto —la división comenzaba en esa clase—, los más grandes estaban al fondo. Vistas de atrás, esas cabezas lo divertían. Él, que tenía horror de las cifras, se puso a contar: enumeró las ovaladas, y las redondas, las pequeñas, las medianas y las grandes. Las clasificó por colores. Calculó cuantas tenían raya a la derecha, cuantas a la izquierda o los cabellos hacia atrás, como él. Una de ellas, morena, tenía un remolino blanco; otra, castaña, ostentaba mechones rubios. Nunca había reparado en eso, entre sus compañeros del Liceo.
      
Se sintió más cerca de estos muchachos al verlos escuchar en silencio religioso, palabras que debían dejarlos tan indiferentes como a él mismo y, por el contrario, hacerles apreciar mejor sus preocupaciones terrenas.
      
En la capilla, los mayores ocupaban la derecha del coro, en el crucero, frente a la división de los menores. George, se encontró ubicado en el sexto puesto. Admiró la prestancia del superior en su casulla roja. Únicamente el altar mayor gozaba del privilegio de la campanilla y de la sacra, como así también del hábito para los monaguillos. En los altares, situados unos en las tribunas, otros en el ábside, algunos profesores ayudados cada uno por un alumno, decían su misa. ¡Cuantas misas rojas por todos lados! El colegio principiaba con el color del amor.
      
Los muchachos del coro, reunidos alrededor del armonio, se aprestaron a cantar. De pronto, el padre que los dirigía, comenzó majestuosamente a marcar el compás, cual si todo el coro fuera a hacerse oír, pero en realidad fue un solo que entonó, suavemente estas extrañas palabras:
       
     Ven, Espíritu de amor,
     Desciende hoy a mi alma.
     Ven, Espíritu de amor,
     Ven, que ella es tuya para siempre.

Se reunieron los del coro, y todo el mundo continuó como pudo, mientras el director se esforzaba marcando el compás, vuelto ya hacia la nave o ya hacia el crucero.
     
Hubo infinidad de comuniones. George quedó casi solo en su banco. Desplegó su hermoso rosario de piedras azules, deseando mostrar que si bien él no comulgaba, al menos oraba. Rouvière se aproximó a la santa mesa con Blajan. Seguramente, ellos y los otros se habrían confesado antes de la iniciación de las clases, para poder comulgar desde esa mañana. Sin embargo notó que mientras Blajan seguía el oficio atentamente, Rouvière se preocupaba muy poco y hasta tarareaba en lugar de responder. Su piedad era alegre. En todo caso, George haría que le enviasen una alfombrita como la que tenía Lucien, a fin de que no le resultase tan duro arrodillarse.
     
El estudio, que generalmente seguía a la misa, había sido suspendido. Fueron directamente al refectorio para el desayuno. El café con leche estaba servido en tazones de aluminio. George pensó, algo melancólicamente, en el chocolate del despertar en su casa: untuoso, espumoso, a la vainilla, tan espeso en la liviana taza china. Encontró igualmente soso el pan fresco en comparación de las tostadas con manteca. Pero estas lamentaciones no duraron más que las de la noche anterior.
     
El reglamento que obligaba a jugar durante el recreó, fue olvidado esa mañana. Marc hizo a George los honores de la casa: está parte del patio estaba reservada a los alumnos de las clases superiores. Allá lejos, cerca del torrente cuyo ruido se oía, estaba la quinta del colegio. En primavera, esas moreras alimentaban con sus hojas los gusanos de seda del viejo profesor de historia, célebre también por su ratón blanco. Más acá, el grifo de agua potable, el frontón para la pelota a paleta, la cancha de fútbol. Esa ventana era la del Padre Lauzon, director de la congregación y profesor de matemáticas; las otras eran las del dormitorio. Por ese caminillo en pendiente, se iba del patio a la explanada del invernáculo, encima del cual estaba incrustada, en una gruta, la estatua de Saint-Claude.

Lucien Rouvière y el muchachote que ayer jugaba con él, se paseaban juntos.

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