Capítulo 7

2.2K 145 3
                                    

Ahora, tocaba la clase, George había dado la vuelta a su dominio. El profesor -Francés-Latín-Griego- era seco, calvo, apodado el "Tato" (¹). Dirigió a sus alumnos algunas palabras amables con cierto dejo de ironía hacia dos o tres que repetían el curso, después, observando las nuevas caras los fue nombrando de acuerdo a su lista: en total 20. Tuvo para George una mención muy elogiosa y lo felicitó por ingresar en la enseñanza cristiana.
       
En fin, indicó la lista de libros clásicos que deberían retirar del economato, señalando la página y el número de una traducción Latina que debían preparar para la tarde. Después de lo cual, leyó el tema de composición: "Un torneo en tiempos de Francisco I". Nada mejor, pues permitiría a George de Sarre y a Marc de Blajan afrontarse caballerescamente.
       
—No me gusta Francisco I —dijo Marc—. Solamente me gusta Luis XIV.
        
George tuvo de antemano la impresión de ser el vencedor del torneo.
        
Durante el estudio que siguió al breve recreo de las diez, redactaron las cédulas de extras y las cédulas de confesión. ¿Cédulas de confesión? Estaban bajo Luis XV, en tiempos de la bula Unigenitus, y de esas cédulas tan famosas que los muertos se llevaban con ellos a los infiernos.
        
George se ocupó primeramente de los extras. Escribió: "Carne a la noche. Lecciones de piano". Rouvière pidió exactamente lo mismo. Blajan —George ya lo sabía— sea por principio, o sea por economía, no pidió extras y se burló de los delicados a quienes hacían falta platitos y música. Sólo tomaba remedios.
        
En seguida, George miró el nombre inscripto por Marc en la otra cédula, era el del Padre Lauzon. Recordó haberle oído decir que el Padre, como él, era originario de S... Puesto en su lugar está razón no lo hubiera decidido: un director de congregación y, para colmo, profesor de Matemáticas, no le decía nada. Por un lado, las ciencias no eran su fuerte, y por el otro, le parecía molesto tener por confesor a uno de sus maestros. A falta de algo mejor iba ya a recomendarse a los buenos consejos del ecónomo, cuando vió el nombre escrito por Rouvière. ¡Rouvière tenía el mismo confesor que Blajan! Según la fórmula, George escribió enseguida: "G. de Sarre desea ser penitente del padre Lauzon". Blajan, a quien mostró la cédula, se creyó haberle inspirado esa elección.
          
Los alumnos de cada clase fueron al economato en grupos de cuatro. Al regreso, algunos miraron temerosos los libros apilados sobre los pupitres. Otros los hojeaban cuidadosamente, evitando quebrarles el lomo, después caligrafiaban su nombre en lo alto de la primera página.
          
Como no había deberes, el celador les autorizó a dirigir una breve carta a los padres: era una excepción, pues la correspondencia sólo se permitía el domingo. Al terminar su carta, Lucien anotó un montón de cosas en una agenda de bolsillo. Sonreía al escribirlas, resguardado tras de sus diccionarios. Sabía cuidarse del celador.
           
Ese día, George pudo comprobar cómo se iniciaban las principales comidas en el colegio. Después de la bendición, el superior dijo estas palabras: "Deo Gratias", lo cual sirvió de señal para las conversaciones —daban gracias a Dios por la palabra. El alumno que estaba en la cátedra descendió, puesto que no había lectura. Al lado del superior estaba el predicador anunciado, cuyo traje blanco y cabeza rapada llamaron la atención de muchos; pero la campaña puso fin a la curiosidad.
         
George no sabía que Blajan fuese jefe de mesa. La noche anterior todo había sido a la buena de Dios. Ahora, era en serio. Con cierto orgullo Blajan partió la tortilla.
          
Rouvière hablaba de sus vacaciones. En la montaña donde acampó se había bañado en los lagos y hecho famoso jugando al tenis.
          
Tuvieron dos postres: manzanas y almendras. Esto y el paseo a realizar, constituían las atenciones del primer día. Luego, el alumno subió nuevamente a la cátedra y dio lectura al Martirologio, según el ritual para el mediodía:

 El cuarto día de octubre, en Asís, en la Umbría, nacimiento para el cielo de San Francisco, confesor, fundador de la orden de los Frailes Menores, cuya vida, plena de santas acciones y milagros, escribió San Buenaventura...
          
En Egipto, los santos mártires, Marcus y Marcien, hermanos, y de una cantidad casi incontable de otros mártires, de ambos sexos y de toda edad, de los cuales unos fueron quemados, luego de sufrir azotes u otras horribles torturas; otros echados al mar, algunos decapitados, numerosos muertos de hambre, algunos clavados en cruces, otros colgados cabeza abajo...
         
En Alejandría, los santos padres y diáconos, Cayo, Fausto, Eusebio, Chérénon, Lucius y sus compañeros...
         
En Bolonia, San Petronio, obispo y confesor...

Los detalles horrorosos, y los nombres barrocos que hacían vacilar al lector, provocaron discretas sonrisas en varios muchachos. En estos fastos, George encontró al menos a sus dos vecinos: Marcus y Lucius.... Lucien quedaba bien como Lucius. ¡Lucien Rouvière! ¡Lucius Verus! Era un emperador. Sin menoscabo, podía rendirle algo de pleitesía. ¿Marcus le recordaba a un héroe de Quo Vadis?. En la lista del día figuraba también San Petronio. No era por cierto el Petronio de la novela, que coronado de rosas, se abrió las venas. San Petronio debió morir distintamente.

(¹) Tato, especie de armadillo de América del Sur. (N. de los T.T).

Las amistades particulares Where stories live. Discover now