Capítulo 43

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A la mañana siguiente, los grandes llegaron primero a la capilla. Al entrar los menores, Alexandre se separó de sus compañeros y fue a arrodillarse, solo, en medio del coro.

Tal castigo resultaba tan extraordinario, que, desde principios de año, solo se había aplicado dos o tres veces.

George contempló el espectáculo. Al comienzo afectó divertirse como de una burla que le hacía el niño. Admiró su gracia, su calma, su nobleza. El mismo estaba orgulloso de su amistad. Imaginó que Alexandre sólo había sido puesto allí a fin de ser mejor visto por todos, mejor aun que cuando estuvo en calidad de ayudante. Luego de acordar algunos minutos a esta ficción debió volver a la realidad: Alexandre estaba castigado, librado a la reprobación general, justo al día siguiente de la perorata tan brillante de George.

Esperó que el niño, a quien había dedicado los honores de la víspera, los hubiese compartido, y que su recuerdo ahora lo reconfortará algo. No obstante, él se los reprochó, y habría deseado humillarse a su lado. Diciéndose que el prolongado contacto del mármol le resultaría penoso, quiso hacer en su favor un gesto simbólico aunque irrisorio y retiró la alfombrita que tenía bajo sus rodillas.

¿Qué había hecho pues el niño? Arriba, en la tribuna, el padre Lauzon, volviéndose para las bendiciones de su misa, veía abajo a su antiguo acólito en posición incomoda. ¿Se repetiría que Alexandre había cambiado? De pronto, una idea atravesó el espíritu de George: que su amistad fuera la causa de la sanción. Aunque de ser así, los habrían ya confrontado y castigado juntos.

En la comunión, cuando George fue a arrodillarse, el niño se puso en pie tranquilamente y, las manos unidas, se colocó a su lado, como en su lugar habitual. Le murmuró: "Esta tarde, a las seis". La misma fórmula del día de su reconciliación, pero ahora tuvo otra resonancia: a no dudarlo, el castigo de Alexandre tenía algo que ver con sus asuntos. Si no ¿habría adelantado su próxima cita fijada para el viernes igual que la anterior? La esquela de ayer habría sido sorprendida. La hora de la venganza de André había llegado.

En los diversos estudios, cuando la puerta se abría, George, turbado, esperaba ver aparecer al prefecto y llamarlo. Estaba seguro que Alexandre no había confesado nada, pero la esquela estaba firmada con el nombre de su autor. Seguramente, investigarían sobre todos los George del colegio. Sólo era cuestión de tiempo. ¡Con tal que, por lo menos, la verdad fuera descubierta después de las seis! George aceptaba cualquier cosa para después del instante de su encuentro con Alexandre. Entre las golosinas recibidas la víspera, apartó para darle, una cajita de croquetas de chocolate.

Saludó como una victoria el permiso de salir, aunque se sintió nuevamente angustiado al espiar desde el umbral del invernáculo. Temía no ver llegar al niño y se alegró, quizá más que la primera vez, cuando reconoció el ruido de su paso en el sendero.

Había adivinado: se trataba precisamente de una esquela aunque de Alexandre. El niño le contó la historia con afiebrada volubilidad: Ayer a la tarde, durante el estudio, había querido responder a las líneas de George sobre la lectura académica, y el prefecto de su división, quién entró silenciosamente, le confiscó el mensaje, donde, por suerte, no figuraba ningún nombre. En el interrogatorio que siguió a solas, el niño, intimado a denunciar a su corresponsal, permaneció mudo. Fue privado del postre, obligado a arrodillarse una hora cerca de su cama y advertido que si no confesaba plenamente, antes de la misa del día siguiente, sería puesto en penitencia en medio del coro. Por la mañana, el prefecto estaba a la entrada de la capilla y miró a Alexandre, quien pasó indiferente, a cumplir la penitencia ordenada.

Durante la primera hora de estudios, el prefecto lo llamó nuevamente. Sobre su escritorio tenía el borrador de su discurso, que Alexandre descifraba al revés mientras lo escuchaba. Una hoja de papel tenía escritas estas palabras, la una debajo de la otra: "Irreligión. Orgullo. Indisciplina. Tara". El prefecto había examinado a su manera el mapa del País del Amor. En última instancia citaron a Alexandre ante el tribunal del Superior. Éste último ensayó todo: primero, enternecerlo, recordándole que era Hijo de María; en seguida, engañarlo, diciéndole que habían descubierto a su compañero pero que deseaban obtener su propia confesión; en fin, asustarlo. Al efecto, el superior, le declaró que pedirá a sus padres que lo retirasen del colegio después de las próximas vacaciones; hasta entonces, en penitencia todas las mañanas.

—Me importa un bledo de su penitencia —dijo el niño— pero si me echan, naturalmente me seguirás.

—Sí —dijo George.

—Iremos juntos a otro colegio. Lo juramos.

—Sí, lo juramos.

Alexandre tomó su mano y la apretó contra su corazón. Había perdido su calma, más aún que en la primera cita, y desperdiciado en otra parte los tesoros. Temblaba.

—¡Que esos hombres a quienes pagamos —gritó— quieran impedirnos hacer lo que nos gusta, cuando no les hacemos ningún mal!. ¡Porque consideran nuestros placeres una tara, se creen con derecho a privarnos de ellos! ¡Me gustaría verlos, por ejemplo, registrándome, buscando las esquelas! ¡Los rasguñaría, los mordería!.

Como para cambiar las ideas del niño, George sacó de su bolsillo la caja de chocolates y se la ofreció; merendaron con croquetas.

—Nada me has dicho del padre Lauzon —dijo.

—Él me preocupa poco. ¡Evidentemente, no faltó a la fiesta!. Sostuvimos una acalorada discusión: compensó mi silencio con los otros. Pero tenía una buena razón: me llamó a la mañana; entonces, no sabiendo si me dejarían salir durante el estudio de la tarde, le dije que desearía verlo a esa hora, y acaso prolongar la conversación hasta las seis, como el otro día después de mi confesión. Además, aunque algo a la ligera, tuve tiempo de concluir mis deberes. En cuanto a mis lecciones, a fin de mostrar que no había perdido la cabeza, las estudié mejor que de costumbre, lo cual hice bien, puesto que me interrogaron en todas las clases: estoy en un brete.
Volviendo al padre Lauzon, me reprochó hacerle "confesiones incompletas", puesto que tenía una "intriga culpable que él no conocía" —son sus expresiones. Parecía casi celoso. Le dije que en mi alma y conciencia no me consideraba culpable de nada, puesto que esta "intriga" no tenía nada de "culpable" y en consecuencia, nunca había sentido necesidad de hablar de eso. Me respondió con una hermosa frase: a falta de pecado más grave, había cometido, al menos, el de desobedencia, puesto que transgredía el reglamento y estaba en abierta rebeldía contra mis maestros, mis padres, Dios y Vitam aeternam, Amén. Pretende que soy un gran pecador,  una piedra de escándalo. Hasta quiso prohibirme la comunión, pero lo detuve amenazándole escribir al cardenal y al mismo Papa.

—Reflexionaré sobre lo que debemos hacer —dijo George— y te lo comunicaré en el refectorio por una esquela. En cualquier caso, decida lo que decida, ten confianza en mí, y piensa igual que yo. Quizá durante cierto tiempo no tendremos posibilidad de vernos pero recuerda que hoy, en tu presencia, habré pronunciado el juramento de los jóvenes atenienses: "No abandonaré a mi compañero en la batalla".

El niño reclinó su cabeza en el hombro de George y con voz zalamera que no era común, dijo:

—No me preguntaste que decía mi esquela y ya olvidaba decírtelo: "Si tus palabras eran caricias, mis miradas eran besos...".

Sonrió como de una travesura y escapó.

Las amistades particulares Donde viven las historias. Descúbrelo ahora