Capítulo 54

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Esa noche, Lucien y él resolvieron velar tanto como fuere necesario para reiniciar sus pequeñas conversaciones de otros tiempos. Desde la reapertura, a falta de poder charlar en el dormitorio, se confiaban sus secretos durante los recreos. George, ya no era tan reservado como en los primeros tiempos de su amistad con Alexandre, y aun desde antes de las vacaciones le gustaba oír a Lucien hablar de André. Pero estas evocaciones en común, les resultaban sobre todo agradables durante la noche: no querían privarse, pues, de ellas por más tiempo.

El padre de Trennes le intimidaba menos. Se habían informado a su respecto, y hasta él mismo parecía deseoso de familiarizarse. El padre era arqueólogo, amigo del superior; descansaba aquí de una larga estada en el Cercano Oriente, donde lo retenían sus búsquedas, y había solicitado este modesto papel de celador, seguramente como una manera de pagar su escote.

Su distinción era perfecta, su vestimenta muy cuidada. No se recordaba haber visto en Saint-Claude sotanas de tela tan fina, modales a la vez tan nobles y untuosos, mejillas tan bien afeitadas y siempre levemente empolvadas. Esto atenuaba la severidad de la primera impresión.

El padre ya era apreciado por los alumnos mayores, con quienes le gustaba pasearse durante los recreos contándoles sus viajes. Cuidaba igualmente su popularidad entre los alumnos de cuarto, con quienes se mezclaba en partidos de fútbol y afirmaba no ser suficientemente hábil para los mayores. Por otra parte, a pesar del reglamento, no obligaba a nadie a jugar: y notaban que el prefecto no se atrevía a intervenir. En horas de estudio, nunca rehusaba un permiso. Sólo en el dormitorio, por su continúa vigilancia, parecía decidido a hacer reinar estricta disciplina. Sólo era necesario ser más tenaz que él.

George vió por fin apagarse la luz en el cuarto del padre —el cortinado negro no estaba bien corrido—. Llamó a Lucien que dormitaba. A fin de poder hablar lo más discretamente posible habían acercado sus camas antes de acostarse. George tenía preparada una brillante vuelta a escena. Descubrió su pecho y mostró su medalla de congregante, pinchada en su pijama. Lucien ahogó un estallido de risa.

—Olvidaste el tiempo en que me mostrabas tus escapularios —dijo George—. Pero no te imito a ti, sino a uno de mis tíos, quien lleva el sartal de sus condecoraciones hasta en la bata de dormir. Por otra parte me gusta esta medalla de hijo de María. ¿Examinaste bien el reverso? Hay dos corazones atravesados por un puñal, rodeados de rosas y espinas, y lanzando llamas. Las llamas, son por mí; la divisa de mi familia, inspirada en un retruécano sobre mi apellido, digno de los que hacen aquí, es: Sarmentis Flamma (por los sarmientos, la llama).
Todo un programa. Pero hay que asegurarse contra incendios.
El puñal, es el cortaplumas con el cual Alexandre y yo nos cortamos en el brazo, como tu hiciste con André. En cuanto a las rosas y las espinas..

De pronto, George vió a Lucien que había comenzado a sonreír de las rosas y las espinas, cerrar los ojos y congelarse en la inmovilidad de alguien que duerme profundamente. Al mismo tiempo, un leve crujido del piso le hizo volver la cabeza: el celador estaba frente a su cama. El padre se acercó a Lucien y dijo en voz baja:

—No simulé dormir, mi querido señorito Rouvière.

Sonrió al decir esas palabras. La sonrisa tranquilizó a George. El padre se sentó en la mesita de Lucien, cuya cajita empujó contra la pared. Estaba entre las dos cabeceras, en el sitio de André y de Alexandre.

—¿Qué pueden decirse tan tarde estos inseparables? —preguntó.

Sonreía siempre y su voz apenas se oía. Más que una voz era un murmulló.

—Quizá se decían —prosiguió— que su nuevo celador, celador de ocasión, que dirigió el paseo, después predicó en las vísperas, estaría muy fatigado y descansaría algo esta noche. ¡Pues bien! Ya lo ven, entró a su cuarto pero no dormía. Escuchaba, con el oído pegado a la cortina de su ventana. Sabe que una vigilancia de cierta duración termina por desanimar a quienes piensan solamente en charlas vanas, pero sabe igualmente que otros esperan con paciencia y por más serias razones. Ahora bien, todo lo serio le interesa: y esto le incita también a esperar.

El padre se equivocó al recordar que había predicado en las vísperas: las imágenes grandiosas con las que su elocuencia llenó la capilla, no concordaban con la gracia del cuchicheo de esta noche. Miraba ora a George, ora a Lucien, a fin de darse cuenta, probablemente, del efecto producido. George evitó su mirada, experimentaba un fastidio que Lucien, en apariencia, compartía. El padre prosiguió:

—La arqueología es algo cautivante, es mi profesión secular ustedes saben. Se reconstituye un templo según ciertos fragmentos de su arquitectura, se descifra una inscripción cuyas palabras están casi borradas. Contrariamente a la mayoría de los hombres, aplicó mi ciencia a la vida. Aquí, con un ademán, con una mirada sorprendida, con nada, reconstituyo y descifro los secretos de cada uno.
Adiviné desde la primera noche, que vuestro aislamiento en ese rincón, puesto que el lugar de la izquierda del señor de Sarre no está ocupado favorecía los planes de dos muchachos astutos, como ustedes me parecían. Abrí el ojo y agudicé el oído, pero comenzaba a temer el haberme equivocado con ustedes, tanto como con vuestros condiscípulos, cuando noté, hace un momento, que vuestras dos camas se habían aproximado milagrosamente. Vine a ver si el milagro tenía consecuencias.

Miró a George y a Lucien. Creyó realmente haberlos animado, pero George, cada vez más sorprendido, consultó a Lucien con la mirada y, como él, se dio vuelta.

—¡Bueno! —dijo el padre levantándose bruscamente—. La broma llega a su fin.

Su voz continuaba igualmente ronca, pero el tono había cambiado.

—¡Los dos de rodillas, vamos, rápido! —agregó.

George se quitó, al amparo de las frazadas, la medalla de Hijo de María. Se arrodilló sobre la alfombrita, igual que Lucien.

—¡Por favor, allí no! —dijo el padre—. En el pasillo, que yo observe cómo se mantienen.

Se apoyó cerca de ellos, contra los roperos que adornaban ese costado del dormitorio. En el bolsillo de su abrigo, tomó el rosario y lo desgranó silenciosamente.

George no sabía que pensar de esta mezcla de carácter insinuante y rigoroso. El padre había fingido tranquilizar antes de castigar. Se valía de la amenidad sólo para atormentar mejor. ¿Qué clase de hombre era? Sus palabras resultaban tan insólitas como sus procedimientos. Escuchaba como un mucamo, o como Nerón, detrás de un cortinado. Buscaba sorprender conversaciones, a fin de mezclarse a ellas. Las prolongaba; luego, se enojaba súbitamente. ¿Se enojó por qué hablaron o por qué no hablaban más? En verdad, para aquellos que no eran arqueólogos profesionales, su caso era tan difícil de descifrar como una inscripción incompleta.

Por lo demás, a George le preocupaba poco a ahondar tantos misterios. Quería solamente no disgustar a un hombre de quien dependerían sus citas con Alexandre. Se mantuvo admirablemente sobre las rodillas, para dar prueba de buena voluntad. Pensó en su medalla que estaba en la cama; la cinta se arrugaría.

Cuando el padre terminó su rosario, se dirigió hacia los dos muchachos ordenándoles levantarse. Acercándolos uno al otro, los estrechó contra sí, entre sus brazos, cual si quisiera perdonarlos con éste afectuoso acercamiento. Después, se apartó lentamente; los miró a la luz de la lamparilla, manteniendo su propio rostro en la oscuridad, y por fin, les dijo, gravemente:

—Ustedes deberán rogar mucho por mí.

Las amistades particulares Donde viven las historias. Descúbrelo ahora