Capítulo 46

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Al día siguiente, George bendijo la tribuna que maldiciera durante tanto tiempo: Alexandre ayudaba a misa al padre Lauzon. O no habiéndole levantado la penitencia, el padre había imaginado, quizá, ese medio para sustraer a Alexandre de una nueva humillación. ¡Dios quiera que no lo retenga después del oficio con objeto de catequizarlo! En el caso que conociera ya la deposición de George, y hablara de ella al niño, éste corría peligro de equivocarse. Era imprescindible que el interesado conociera la versión oficial, lo más pronto posible. Durante el estudio que seguía a la misa, redactaría una esquela que Lucien dejaría en el refectorio antes del desayuno.

George comenzaba a escribir, cuando le advirtieron que el padre Lauzon preguntaba por él. Lamentó no tener tiempo de terminar su mensaje y salió rápidamente, para regresar lo más pronto posible.

Al llegar ante la puerta del cuarto, oyó la voz del padre. ¿Quién podía estar allí? Era Alexandre. Seguramente acababa de llegar, pues estaba en pie y seguramente nada sabía aún, puesto que le asombró ver a George.

El padre los hizo sentar a ambos lados de su escritorio y frente a frente. El niño tenía el entrecejo fruncido, pero lo desarrugó ante una guiñada de George. ¡Con tal que recordara las recomendaciones de la víspera! ¡Que no se contradijera en ninguna respuesta y que no desperdiciara esta nueva oportunidad!.

—Los hice venir tan temprano —dijo el padre— a fin de hablarles de las relaciones que han trabado entre ustedes a mis espaldas.

Hizo una pausa y contempló la Adoración del Cordero. Después, volviéndose hacia George:

—El señor superior me informó, antes de la meditación, de su confesión de anoche. Me asombro que usted no hubiere pensado en confiarme a mí primeramente.

—Pensé, padre —respondió George— que se trataba de un asunto de disciplina antes que de conciencia; y como concernía a dos alumnos de distinta división, tampoco la sometí al señor prefecto.

—Para usted, quizá, era solo un asunto de disciplina, pero para su compañero, se convertía desgraciadamente en un asunto de conciencia —dijo el padre mirando a Alexandre, quien permaneció impasible.
Usted, —continuó—, solamente bromea y él lo ha tomado en serio. Usted habló de "voz acariciante" y él le envió besos, usted oye bien: ¡Besos!.

El padre acompañó estas palabras con una risita, que recordó a George la de Blajan, cuando marcó las suyas referentes a los hechos y ademanes de André. El niño enrojeció violentamente ultrajado. George dijo en seguida irónicamente:

—¿Verdaderamente besos? ¿Por qué no croquetas de chocolate?.

Alexandre a su vez, estalló de risa —risa muy diferente a la del padre, risa triunfadora, en la que George sintió una revancha secreta: la evocación de la cita de ayer fue para ellos otro beso.

—El hielo está roto, al fin, —dijo el padre sonriendo—. Un chiste logró más resultado que todos mis discursos. Me convenzo definitivamente que entre ustedes todo fue cuestión de chistes.
La risa de los niños es el lenguaje de su alma. Los seres corrompidos no ríen jamás. Ustedes ¡Gracias a Dios! Continúan siendo niños. Pero ahora habrán medido sin mucho gasto, el gran inconveniente de las relaciones irregulares. Lo clandestino casi siempre resulta molesto.
En el fondo, no me inquiete mucho respecto a este mocito atrevido, puesto que lo conozco bien. Su cabecita hizo de nada, un mundo, de una fábula, una historia. Si desde el primer día hubiera confesado el nombre del destinatario, todo se hubiera apaciguado in continenti. No sé, al contrario, cómo hubiera terminado esto, de no haber intervenido el destinatario en cuestión.
El señor Alexandre sólo deberá presentar sus humildes excusas al señor superior.

Nuevamente, Alexandre enrojeció; era pedirle demasiado. George le hizo seña de asentir. Y el niño debió comprender que podía disculparse sin dejar de ser el más fuerte, ceder sin ser vencido.

—Cuando usted quiera —dijo.

El padre quedó satisfecho.

—El ángel del colegio vuelve a ser el ángel del colegio. Con esta expresión, no quiero incitar su vanidad, hijo mío, sino su celo: en efecto, ese era el apodo de San Juan Francisco Regis, cuando era colegial.

Se levantó y beso ligeramente los cabellos de George y Alexandre.

—En su primera epístola a los Tesalonicenses —dijo— San Pablo concluye con estas palabras: "Saludad a todos los hermanos en beso santo". Hay besos y besos: los besos de los romanos, que mejor es olvidarlos y los santos besos: besos de un niño a sus padres, besos de paz, besos de perdón.
El apóstol, en la misma carta, da también este consejo: "Orad sin cesar". El reverendo padre predicador los exhortó junto a vuestros compañeros, desde la primera conferencia de octubre, y el señor superior lo repitió en el curso de su alocución de año nuevo. Seguramente la oración los preservó a ambos del peligro que corrieron sin saberlo. No ignoró vuestra fidelidad a la práctica de la comunión cotidiana, la más bella de todas las oraciones.

—Sólo falte a ella una vez este trimestre —dijo George.

—Probablemente —dijo Alexandre— el día que te quedaste en cama, porque estabas enfermo.

A Alexandre le encanto devolver a George la alusión de las croquetas, al recordar a su vez delante del padre, algo del tiempo de aquel enojo que engrandeciera su amistad. La frase era imprudente, testimoniaba un interés demasiado cariñoso.

—Veo —dijo el padre— que era tiempo de poner algo de orden en vuestros sentimientos. La simpatía que sentían uno por el otro no tardaría en turbar hasta vuestros ejercicios religiosos. Terminen pues, a partir de hoy, estas relaciones prematuras. El año que viene, estarán juntos, serán verdaderos condiscípulos. Espero que entonces, lejos de todo romanticismo, nos estará permitido rehacer vuestra amistad.

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