23. El roscón de reyes

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Al ver la estrella se llenaron de una inmensa alegría. Y entrando en la casa; vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron; abrieron sus tesoros y le ofrecieron presentes de oro, incienso y mirra.

La Epifanía (Capítulo II de San Mateo, Versículos 1-12)

—Pues aquí no dice que le trajeron un roscón —comentó Marc, uno de los sobrinos de Alejandro y Alexa. Siguiendo la tradición familiar habían leído un fragmento de la Biblia antes de comenzar el festín de reyes. Los niños estaban impacientes, después del roscón de reyes tocaría abrir los regalos. Además, las navidades pasadas la pequeña Alba había encontrado la figurita y se había quedado con la corona, mientras que a Marc le había tocado la faba.

—Bueno, cariño, eso es porque no lo trajeron, lo preparó María para que comieran juntos.

El chico miró a su madre poco convencido.

—Y ¿por qué le traen incienso y mirra? ¿Si están en el desierto no tendría más sentido regalarle algo para beber?

— ¡Coca Cola! —Propuso Ramón, el hermano de Alba.

—No había Coca Cola cuando nació Jesús—aseguró esta última.

El arcángel se agachó y miró a los niños a los ojos con una gran sonrisa. Al hacerlo, los tres se callaron de inmediato, como hipnotizados por la clara mirada del pelirrojo.

—Veréis chicos, el incienso y la mirra en aquellos tiempos eran tesoros muy valiosos. Como los diamantes y rubíes. Los tres magos los llevaron ocultos en cofres durante muchos días y largos viajes, protegiéndolos de ladrones e incluso de la vista del poderoso Herodes, para poder entregárselos a Jesús. Con esos regalos, María y José compraron bebidas, comidas, ropa y toda clase de fantásticos juguetes para su hijo.

— ¿Y por qué nos traen regalos a nosotros? —preguntó Marc.

Pero entonces la abuela les llamó para comer, y olvidándose de su curiosidad, corrieron todos a la mesa, con ansias de llenarse el estómago.

—Vamos —le ofreció Alexa que había estado revisando el álbum de fotos de su prima mayor. Se había casado recientemente y tras pasar la luna de miel en Indonesia obligaba a todo el mundo a escuchar sus historias y mirar sus fotografías.

Alejandro había estado ayudando en la cocina y ahora llevaba la última bandeja, con el pollo al horno. Todos se sentaron alrededor de la mesa, se desearon buen provecho y comenzaron a comer.

—Así que, cuéntame Gabriel, ¿cómo conociste a mis hijos? —Preguntó la madre de los gemelos con una agradable sonrisa. Por las abundantes miradas que se levantaron curiosas, no era la única persona que había deseado

comenzar aquella conversación.

—Me presenté un día en su apartamento —contestó él, y sus abundantes pecas parecieron moverse cuando sonrió. Al verlo, la prima Beatriz suspiró apreciativamente. Luego se quejó, cuando su marido le piso debajo de la mesa.

—Es nuestro nuevo vecino —explicó Alexa cuando comprendió que Gabriel no iba a dar más explicaciones. No quería que le tomaran por un tipo raro o un acosador, llamando a puertas de desconocidos.

— ¿Y qué te parecen mis hijos, Gabriel? —Siguió su madre. A Alexa no le gustaba demasiado la dirección que aquella conversación estaba tomando.

—Son estupendos —aseguró Gabriel, sorprendiéndola. Había estado bastante segura de que él no mentía—. Son empáticos, educados, valientes y muy inteligentes. Sin duda se parecen a su madre.

Ángeles, demonios y otros seres de pesadillas (reeditando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora