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NO había pasado ni un mes desde el comienzo de clases y ya el marica había cruzado la línea. Aunque cada año terminaba con varias amonestaciones y una que otra citación a sus padres, esa vez se había pasado por el culo todas las convenciones sociales por las que se regía nuestra prestigiosa institución. Era de imaginarse que, después de los dos largos meses de vacaciones, vendría con renovados ánimos de joder la paciencia, pero vaya que no nos esperábamos eso.

El primer día había llegado con dos perforaciones nuevas y un tatuaje en la muñeca. El director lo había mirado con mala cara, pero no había dicho nada. Si el pobre hubiese sabido que, tres semanas después, Ludovic se iba a presentar en la escuela con una falda, probablemente hubiese preferido terminar con esa pesadilla desde el principio.

—Estoy usando el uniforme, director, ¿no ve? —Se había defendido el muchachito altanero—. En el reglamento escolar lo dice.

Algo hay que admitir: el Ludovic ese era bastante ocurrente. Por más que pesara, tenía razón. "Camisa beige, pantalón o falda azul y mocasines marrones o negros" era una frase muy ambigua. El condenado era un leguleyo, se sabía de adelante para atrás las obligaciones de protección al niño y adolescente y las enmiendas que había proclamado la Asamblea Nacional en contra del acoso a las minorías segregadas.

—Un carajo la diversidad sexual, ¡usted no se puede presentar en mi escuela vestido como una mujer! —Al parecer de esa no se iba a salvar—. Mire, ya he tenido suficiente con este temita. Que porque es extranjero cree que tiene el derecho a hacer lo que le dé la gana en el país, pero yo no voy a dejar que siga corrompiendo a nuestra juventud influenciable con esas... aberraciones que va promoviendo por ahí.

Y por fin había pasado. Todos sabíamos que, tarde o temprano, Ludovic se haría merecedor de una suspensión académica; aun así, resultaba rarísimo saber que el marica dramático no mostraría su pálido trasero en la escuela por dos semanas. Además, como el baile de bienvenida tendría lugar en esos días, también le había sido prohibido acercarse al evento, y se iba a perder al menos un diez por ciento de las evaluaciones del trimestre.

¡Enhorabuena! ¡La disciplina llegaba a San Mateo!

Sin embargo, el muchachito no se lo iba a poner tan fácil al Consejo Educativo. El asunto no se quedaría en una salida dramática en medio de la hora de recreo y una amenaza de que oirían hablar de sus abogados. Ludovic no era tan simplón, y mucho menos hacía ruido de gratis.

Ludovic amaba el caos tanto como amaba sus mariconerías.

Al día siguiente, tenía una carpa plantada en un terreno vacío que estaba frente al instituto y una pancarta gigante rezando "Odio, violencia y discriminación, ¡no son valores de esta institución!". Durante el primer recreo, lo acompañaron en esta aventura otros dos desadaptados sociales: Carla, una feminista insufrible que solo vivía para quejarse de que el patriarcado no la dejaba echar abajo la capilla del colegio, y Armando, el presidente vegano del club de teatro que intentaba que dejaran de servir carne en la cafetería.

Por otra parte, el grueso del alumnado hizo lo que mejor sabía: ignorar la existencia de esos desafortunados seres con los que, lamentablemente, había que compartir colegio. Pero la tensión en el ambiente era imposible de disimular. Resultaba bastante incómodo que el escenario que nos esperaba nada más asomarnos por los grandes portones del centro educativo, fuese la colorida bandera gay que Ludovic alzaba por encima de su tienda de campaña.

El director, en un desesperado intento de que las cosas no se salieran de control, dio una orden clara: quedaba terminantemente prohibido acercarse, dentro y fuera del horario de clases, al lugar donde estaba instalado el campamento-protesta; quien fuese descubierto incumpliendo esta norma se ganaría una suspensión inmediata. Y así fue como Ludovic terminó por quedarse solo en su lucha.

No se formularon quejas a viva voz, pero sí que hubo gente descontenta. Teníamos un colegio pequeño y siempre acudíamos a ese terreno para desarrollar nuestras actividades extracurriculares.

—Las porristas siempre ensayamos allí los martes en la tarde —repetía una y otra vez Camila a quien tuviese la mala suerte de toparse en su camino—. ¿Quién nos soluciona aquí si la primera competencia intercolegial es en dos semanas?

La verdad es que la rubia intensa tenía razón. Como si no hubiese suficientes razones para odiar al marica insufrible, ahora nos llegaba eso. ¿Cuánto más querías poner a prueba nuestra paciencia, Diosito santo?

—Carajo, nos quedamos sin sitio para jugar fútbol —comenté en uno de los recreos, y no pude evitar fijarme en que el antisocial se estaba preparando una parrilla vegana con carne de soya. Coño. Qué bien olía la condenada.

Andrés volteó el rostro ante mis palabras. Frunció el ceño en respuesta y, quizá por primera vez en todo su tiempo estudiando en San Mateo, se detuvo a mirar a Ludovic, que para ese momento movía su promiscuo culo al ritmo de una canción de ABBA.

—Esto no se va a quedar así —murmuró—. En este lugar uno no jode a nadie para que nadie lo joda a uno y resulta que viene este abusador a querer dárselas de rey supremo.

Y ahí fue cuando la verdadera tragedia comenzó.  

No me des flores, dame revoluciónWhere stories live. Discover now