flores,

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FLORES era lo que abundaba en nuestro jardín esa primavera. Los Medina teníamos fama de ser unos medioambientalistas extremos declarados en el vecindario. Papá había vivido en Francia varios años de su juventud y se había enamorado de la idea de los jardines comunitarios antes de enamorarse de mamá. De hecho, podría asegurar que su amplio conocimiento sobre botánica fue lo que hizo que ella terminara por aceptarle la primera cita.

No me malinterpreten, pero Julio Medina no era lo que podía llamarse guapo; el pobre tenía un gran corazón, pero no llegaba a mucho más. Andrés y yo éramos réplicas de mamá, gracias a Dios. Eso sí, la pasión por la jardinería había sido impuesta casi por obligación dentro de nuestra casa gracias a él.

La verdad, no me extrañaba ver a mi hermano cortando flores en el patio. Lo que me extrañaba era que cortase muchas del mismo tipo, el más colorido y más delicado por cierto, y las ordenase en un ramo que, posteriormente, procedería a amarrar con una liga y envolver con papel celofán color blanco.

—¿Prímulas? La cursilería hace que se me venga un nombre a la cabeza, pero, de igual forma, te lo pregunto: ¿a quién se las vas a dar?

—Camila —respondió y se encogió de hombros.

Ah, claro, la exnovia.

Camila y Andrés llevaban tanto tiempo saliendo juntos como llevaban peleando. Tenían la relación más insoportable, y aun así envidiada, de todo el instituto. Ella era una rubia preciosa, hacía deportes y además era buena con las matemáticas; él era un moreno ejercitado, bastante locuaz e imparable en el campo de fútbol. Daban bastante de qué hablar porque eran dos figuras emblemáticas, casi deidades, dentro de la jerarquía escolar.

Sin embargo, me atrevo a afirmar que estaban condenados al fracaso desde que llevaban apenas una semana saliendo. Si alguien a estos días sigue creyendo que los opuestos se atraen es porque nunca ha visto a esos dos convivir por varias horas en el mismo lugar. Era obvio que, tarde o temprano, alguno no quisiese volver a intentarlo luego de las numerosas rupturas que habían tenido. Esta vez Camila había sido la que había dado el paso.

Sin pelos en la lengua, le dijo a Andrés directamente que estaba interesada en alguien más y que era hora de que él pusiese de su parte para tratar de superarla. Mi hermano, como era de esperarse, no perdió los nervios. Se limitó a encogerse de hombros y le dijo que respetaba su decisión de la forma más madura, y evidentemente falsa, posible. Pasaron los recreos y parecía que ya ni se recordaba del incidente, pero las flores seguían allí, rosadas y brillantes, exhibiendo su derrota. Yo que lo conozco, se los aseguro: estaba molestísimo.

—Para terminar de cagar el día —le dije, cuando al fin la campana de salida hubo sonado—. No podemos ni siquiera quedarnos a jugar en la tarde porque el imbécil sigue ahí.

Andrés resopló y volteó a ver el panorama que se extendía frente a las puertas del instituto. El pálido torso desnudo de Ludovic resaltaba incluso más que la pancarta que alzaba por encima de su cabeza. Quien le diera el derecho a ese de descamisarse mientras todos los demás nos estábamos muriendo con el calor del demonio que hacía ese día.

—Hasta hoy le dura esa idiotez, te lo aseguro. —Como quien no quiere la cosa, Andrés abrió su bolso y me mostró un frasco de vidrio que contenía un polvo rojo en su interior.

Alcé las cejas.

—Ya te habías tardado —le dije—. Pero me gustaría saber cómo vas a hacer para entrar en la guarida del demonio.

Mi hermano sonrió, el muy desgraciado sí que tenía los dientes brillantes, y ladeó la cabeza.

—Lo primero que hay que hacer es caminar hacia allá, ¿cierto?

Yo alcé ambas manos y di un paso para atrás.

—Todo tuyo —le dije.

Él bufó y negó con la cabeza. Yo hice como que me iba, pero en realidad me quedé detrás de los arbustos de un parque que se hallaba al lado del terreno para observar la acción. Era obvio que no quería que me expulsaran, pero, ¿cómo perderse un evento tan importante como ese? No dejes que te lo cuenten, velo por ti misma siempre.

—Anda, cálmate —le decía Andrés a Ludovic, que había salido a recibirlo armado con un bate de béisbol—. No vengo a quemar a nadie.

Y haciendo gala de esa inteligencia que fijo era de familia, sacó del bolso las flores que, en un principio, habían estado destinadas a Camila. El movimiento fue tan espontáneo como inesperado, pero cumplió su objetivo: desarmar al enemigo.

—¿Acaso me estás cortejando? —Ludovic entrecerró los ojos y bajó el bate con lentitud—. Con invitarme un café tenías, guapo.

Andrés rodó los ojos y se acercó unos pasos más al chico. Por dentro debía estar bailando de felicidad porque la jugada le hubiese salido bien. Quién diría que ser rechazado y mandado a la mierda podría tener sus ventajas.

—Acéptalas como oferta de paz.

—Si es una broma —advirtió el otro—, te digo que no es graciosa. Parezco debilucho, pero cogí clases de defensa personal.

Uf, válgame dios. Qué difícil era ese niño.

—Está bien, está bien —Andrés suspiró—. Vine porque me di cuenta de que te debo una disculpa, no debí comportarme de ese modo contigo.

Ludovic asintió y le quitó las flores de las manos con rapidez.

—Vale. —Sonrió—. Solo porque las prímulas son mis favoritas.

Hubo un silencio incómodo y un cambio en la postura de Andrés.

—¿Cómo sabes qué tipo de flores son? —preguntó.

—Bromeas, ¿verdad? —El niñato alzó una ceja. Al ver que la expresión del otro no cambiaba, resopló—. Llevamos estudiando tres años juntos, coincidimos en más de la mitad de nuestras clases, y no me conoces de nada. Soy miembro de la asociación "Planta un Árbol" desde hace más de seis meses. Hacemos reuniones todos los miércoles en el salón de artes.

De acuerdo, eso no me lo esperaba. Para qué negarlo, hasta se me hizo más tolerable y todo luego de aquella declaración. Andrés se permitió contarle que él también tenía la jardinería por pasatiempo.

—Debo admitir que también te he juzgado mal; pensé que tu frágil masculinidad no te permitía interesarte en este tipo de cosas. —Ludovic sonrió—. La cosa es que, si has decidido traerle flores a un marica declarado sin miedo al qué dirán, debes tener una confianza de acero.

Y sí que la tenía. Sin embargo, no me hacía gracia que esos dos se intercambiaran sonrisitas, y mucho menos que se alejasen de mi campo de visión en dirección a la tienda de campaña. ¡Habían entrado juntos!

Ay, carajo, ¿y si a mi hermano le gustara un anarquista que se pintaba el pelo?, ¡Dios nos librase de esa tragedia familiar!

No me des flores, dame revoluciónWhere stories live. Discover now