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DAME crédito, querido lector, por, al menos, haber predicho que esto iba a pasar. Al día siguiente, la protesta de Ludovic seguía en el mismo lugar porque Andrés no había metido los polvos pica-pica en su tienda de campaña. Diosito sabría qué habría hecho, entonces, tanto tiempo allí, pero me abstuve de formular algún comentario al respecto. Suficiente evidencia era que mi hermano hubiese llegado a la casa después de la hora de cenar para que, por lo mínimo, se confirmara mi más terrible sospecha: el marica le había caído bien.

Ahora sí que me podía atrever a afirmar que nadie lo sacaba de ese terreno. Fin del asunto.

Sin embargo, quizá me equivocaba con esa última afirmación. El conflicto ese día había escalado varios niveles porque el chico se había hecho, de alguna forma, con un megáfono y, habiéndolo conectado a unas bocinas enormes, logró que a los profesores del instituto se les hiciera imposible dictar las clases de la primera hora. Al no saber cómo proceder ante las nuevas circunstancias, nos sacaron al recreo antes de tiempo.

Decisión malísima, si me lo preguntan.

Una batalla de insultos dirigidos al saboteador de la jornada escolar tuvo lugar en las inmediaciones del colegio. Por más que algunos intentamos que no llegara a mayores interponiéndonos entre los jugadores del equipo de fútbol, que eran los más cabreados, no tuvimos mucho éxito. Al final Fernando, el más idiota de todos, terminó por perder los estribos y abalanzarse, cruzando la calle con pasos largos, hacia Ludovic.

—Te parto la cara —le dijo—. No por marica, sino por insufrible.

En realidad era lógico que eso pasase, Ludovic no medía su bocaza y, aunque de normal todo el alumnado hacía un inmenso esfuerzo por ignorarlo, los ánimos ya estaban caldeados por todo lo que habíamos tenido que sufrir en silencio gracias a esa protesta.

Lo que nadie esperaba, ni siquiera yo, era que Andrés saliera en su defensa justo cuando su promiscuo culo cayó al suelo con el primer derechazo.

—Carajo, García, que lo sueltes. —Los musculosos brazos de mi hermano se cerraron en torno al cuerpo del atacante—. Mira, deja al pobre chico en paz, que es un flacucho y le vas a destrozar la cara.

Todo San Mateo estaba congregado presenciando esa escena y el giro inesperado de los hechos no hizo más que acrecentar la expectativa que se traducía en forma de cuchicheos. A mí la ansiedad me carcomía, quería entender a qué demonios se debía ese cambio de actitud de parte de Andrés y quería entenderlo de una buena vez.

Mi hermano era un chico respetado, popular como ya les dije, y luego de su intervención nadie más se atrevió a dirigirle siquiera una mirada a Ludovic. Era como si el maltratado chico de cabello verde hubiese dejado de existir, o, al menos, eso pareció hasta que la presencia de la máxima autoridad escolar nos volvió a recordar quién era el objetivo original del conflicto.

—¡Es que usted no tiene ni un poco de respeto! —le gritó—. Mire, que a ver cómo justifica su abogado eso de que se haya caído a golpes con otro alumno. Toda la escuela lo vio, hay testigos de sobra. ¡Ahora sí que no se salva! La expulsión la tiene segura, señorito Karpetrick.

Ahí, frente a todo el mundo, el director le dio la estocada final a la protesta de Ludovic augurándole la mayor afrenta que cualquier alumno pudiese recibir de parte de la institución. Le dijo cosas tan humillantes que, incluso por un momento, me pregunté si se le estaba yendo la mano. Nosotros, la comunidad escolar, odiábamos a Ludovic por intenso, dramático y agresivo; Ramírez, en cambio, lo odiaba por marica. Y ahí había una diferencia importante de criterios.

De cualquier forma, no debía haber problema. Con eso nos deshacíamos del niñato y todos éramos felices, ¿verdad? Rayos, entonces no entiendo por qué me sentía tan mal por él.

—Tienen diez minutos para irse a sus salones —y el director, sabiéndose con el poder supremo que un tirano tiene sobre las vidas de sus súbditos, se permitió añadir—: Si no quieren correr la misma suerte que este desadaptado social.

Pues, bueno, sí, quizá era injusto, pero así era la vida de normal. Nadie le mandaba al chicuelo a ir por la vida buscándole la quinta pata al gato.

—¿Sabe qué, profesor Ramírez? —Una voz se elevó en medio del pesado silencio que se había cernido sobre todos—. Usted es un tremendo pendejo. Ludovic ha estado en el cuadro de honor desde que llegó aquí, jamás en su vida se ha metido con nadie y, encima, está inscrito en el programa de beneficencia de la escuela.

Los rostros comenzaron a girarse en todas las direcciones en busca del sujeto, parado justo al lado del portón del colegio, que se había atrevido a emitir tan peligrosas declaraciones. Yo, que ya estaba un poco al borde de un patatús, no fui capaz de sorprenderme demasiado. Conocía esa voz de memoria, así que no me hizo falta girarme.

—Mire, señor Medina, le agradezco que se meta en sus asuntos si no quiere ganarse usted también una expulsión.

Intenté hacerme hueco entre los mirones para llegar al campo de batalla, pero cuando tuve un vistazo de la expresión de convicción que mi hermano cargaba, solo me quedó llevarme las manos al rostro. Era demasiado tarde para detener la tontería que estaba por hacer.

—¡Démela entonces! No quiero estar en un colegio donde a las personas se les juzga y se les castiga por no vestirse o comportarse de acuerdo a unos estándares ridículos. ¿Y sabe qué? Yo también quiero que se me deje usar falda.

Frente a todo el alumnado, Andrés Medina avanzó con determinación hacia el frente y, mirándonos a todos, le agarró la mano a Ludovic Kirkpatrick. Eso terminó condenándolo a la temible amenaza, no en vano hecha, por el director Ramírez. Pero, más allá de eso, quebró la delicada estructura por la que se regía nuestra sociedad escolar.

A veces, como en el dominó, solo hace falta que una pieza se mueva para que todas las demás caigan. Y cuando el sistema colapsa, ya sabemos lo que se viene, ¿verdad?

No me des flores, dame revoluciónOù les histoires vivent. Découvrez maintenant