EPÍLOGO

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24 de diciembre de 1945

Abrazo a mi padre y bajo disparada las escaleras, Ernst me espera abajo con su auto. Sale, me saluda con un beso en la mejilla y sostiene mi puerta. "Pasa, milady", me dice, me encanta cuando finge modales de caballero inglés, contrasta con sus habituales formas rudas. Poco después arrancamos.

Es la primera navidad después de los tratados de paz y aunque a mi padre le hubiera hecho ilusión celebrarla conmigo, ha comprendido que me he hecho mayor. Con una sonrisa triste, me ha dicho que disfrute, que él hará lo que sea por verme feliz.

Cuando pensaba que estaban muertos, él apareció en casa de mis abuelos, con una marca en su brazo. Había sobrevivido al temible Auschwitz. Sin embargo, mi madre no pudo soportar las duras condiciones de Dachau y murió de tuberculosis en 1943. Y aunque dolió, soy feliz, pues si algo me ha enseñado esta guerra es a apreciar lo que tengo como si fuera un tesoro.

Ernst enciende la radio, no sabe conducir sin escuchar música, y la alegre melodía de Puttin' on the Ritz llega a mis oídos. Alemania ha cambiado mucho en estos seis meses, y aunque todavía falta mucho para que las cosas se normalicen, el país y su gente comienzan a recuperse de sus heridas. El recuerdo de la guerra sigue ahi, y todo lo que sucedió sigue doliendo, pero conforme pasa el tiempo se hace más distante, acostumbrarse a la paz es sencillo.

También nuestras vidas han continuado. Contra todo pronóstico, padre y yo volvimos a Alemania, a Friburgo. Él ha recuperado su cátedra en la universidad y yo he conseguido trabajo en un estudio fotográfico.
Ernst también está en Friburgo, en una residencia universitaria. Ha decidido sobreponerse a su condición y hacer algo con su vida. Está claro que la posada le queda pequeña. Se está adaptando bien. Aunque sea diferente, no hay nada que no pueda hacer.

Le miro, silba la canción con una sonrisa en sus ojos, y como siempre, me siento afortunada de que esté ahí de nuevo. No nos vemos mucho, él suele estar estudiando. Pero todos los domingos, pasa con su coche a recogerme y me lleva a visitar un lugar nuevo cada vez. Ya hemos quemado muchos Mein Kampf y nos quedan muchos por quemar.

-Veo que estás deslumbrante. Lista para la maravillosa inauguración del mejor restaurante del mundo? -afirma alegremente. Yo no puedo evitar ruborizarme.

Al ritmo del Swing, salimos del bosque y nos adentramos en una región de verdes praderas, ahora cubiertas por la nieve. La ciudad de Colmar nos espera.

Revisan nuestros papeles y entramos en la ciudad. Yo la observo impresionada mientras recorremos las calles de camino a no sé todavía dónde. Nunca antes había estado en Francia y pese a que se parece mucho a Friburgo y yo esperaba algo más exótico, he de decir que es una ciudad realmente hermosa, con sus coloridas casas y su extraña catedral gótica de una sola torre.

Aparcamos frente a un pequeño local, DUBOIS, y entramos aunque en la puerta hay un letrero que indica que está cerrado. Nos envuelve un delicioso aroma a comida, es un restaurante, diminuto pero acogedor, es el restaurante de Pierre, lo ha conseguido.

Emilie, que ya ha llegado, nos saluda con la mano.

Al ver que somos nosotros, se olvida del libro que está leyendo y grita "¡Pero si al final la parejita se ha dignado a venir!" y se abalanza contra mí. Me cuesta respirar apresada en su abrazo, pues ella es unos veinte centímetros más alta que yo, pero me alegra verle y que esté bien. "¡Dime que tienes tu cámara para inmortalizar este momento tan feliz!"

Unos segundos después, se separa de mí y procede a estrangular a su hermano. Yo finjo una mueca y río. Aunque admito que es muy guapo y que es idéntico a Wilhelm, solo es un amigo, habría que estar muy mal de la cabeza para acabar en pareja con Ernst.

Zafiros en el barro (Segunda Guerra Mundial)Where stories live. Discover now