Capítulo 1: el principio del fin

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Cuando recuerdo el día en que lo conocí, es como si el recuerdo estuviera rodeado de alguna luminosidad fantástica.

Siempre desestimé los intentos de Hollywood por mostrar esos momentos en donde los protagonistas se ven por primera vez y el mundo pareciera relantizarse por esos pocos segundos. Los tachaba de insulsos e irreales. Sin embargo, ese día, cuando lo vi al salir de mi clase, ya no estaba tan segura de si era o no real.

Salí del salón un poco apurada, mi siguiente clase empezaba en pocos minutos y el otro salón quedaba al extremo opuesto del edificio.
Cruzaba los pasillos de la Universidad Nacional de Belgrano distraída, avanzaba a pasos largos cuando alcé la mirada y lo vi.

Llevaba el pelo más largo en aquellos tiempos. No le quedaba mal de todos modos. Lo vi y quedé paralizada.
Mis piernas ya no querían moverse, sabía que de seguro parecía una loca, o peor, una adolescente, pero de todos modos no podía reaccionar.
Era como si el murmullo de la gente bajara de intensidad y juro que alguna especie de brillo lo rodeaba. No sé si el sol decidió aumentar su intensidad justo en ese momento, para iluminarlo a él cuando pasara por los altos y amplios ventanales. No me hubiera extrañado que así fuera.
Me sentí como una tonta polilla atraída por su luz.

Por alguna razón que no comprendo, se acercó a mí con esas sonrisas blancas de propaganda y de inmediato pude ver unos hermosos ojos celestes. Supe entonces que debía de tener ascendencia extranjera, porque en Argentina si no tenés los ojos negros o marrones, sos hijo de inmigrante.

Cuando se detuvo frente a mí, me preguntó sobre cómo llegar a su salón de clases. Había empezado el cuatrimestre un poco tarde y no sabía muy bien aún cómo estaban distribuidas las clases.
Gracias a Dios, mi cerebro al fin volvió a funcionar, y después de formar mi mejor sonrisa, lo guié hacia su clase sin importarme que ya estaba más que retrasada para la mía.

Ah la juventud, me hubiese gustado que los comerciales dejen de impulsar tanto a la gente a "seguir el corazón" o "escuchar tus instintos". Tal vez si hubiese pensado con la cabeza por un solo instante, me hubiera ahorrado unos cuántos golpes.
Mi padre siempre recitaba un fragmento de un poema que aprendió en la escuela de pequeño.
Lo usaba siempre que podía y cualquier ocasión le venía bien para soltar sus palabras llenas de sabiduría.

«Grandes son las penas de los jóvenes cuando se lanzan de cabeza hacia el desconocido futuro».

Tenías razón viejo, tenías razón.

Tres meses bastaron para quedar perdidamente enamorada. Tres meses que parecían un sueño, sacados de esas películas de épocas pasadas.
Yo estaba segura que había nacido para amarlo. Y vaya que lo amé. No tenía dudas de mi amor por él, ni del suyo por mí. O al menos, eso me decía.

Estaba por cumplir mis tan esperados veinte años cuando cumplimos un año de noviazgo.
Mis viejos estaban contentos por mí, pero siempre me pedían que no dejara los estudios.
Anita, la mujer que me cuidó desde los nueve meses de edad, me llamaba todos los días para ver cómo estaba.
Pasaba horas contándole sobre lo maravilloso que era mi novio y cuánto lo amaba.
Anita jamás lo quiso. Siempre supe que era más inteligente que yo.

Sergio Czajka —de apellido impronunciable—, era nieto de inmigrantes polacos que vinieron a vacacionar a Argentina. Se enamoraron del país, decía, de su clima, los asados y el mate.
Su madre era contadora y su padre cirujano plástico. Ambos eran respetables miembros productivos de la sociedad. Gente adinerada, acostumbrada a tener todo lo que deseaban con el poder de su dinero y su buen nombre. Nombre que esperaban enaltecer un poco más con la inversión que era para ellos su primogénito.
Se esperaba mucho de él, siempre creí que esperaban demasiado de él.

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