Capítulo 22: un héroe inesperado

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Cuando tenía dieciocho años, me fui de mi hogar en mi amada Corrientes y dejé mi familia para cumplir mi sueño de ser educadora. No sabía nada del mundo, no tenía idea de si podría lograrlo y mucho menos de si sería capaz. Me vi a mí misma como una mujer lista para emprender su camino hacia sus sueños, creo que tenía una imagen demasiado idealista de lo que la vida era.
Pensé que solo con trabajo duro y buena voluntad las cosas resultarían, después de todo, así había sido criada, con el pensamiento de que solo el sudor de la frente traía buenas recompensas. Pero bueno, digamos que la realidad no se pareció ni un poco a todo lo que había planeado en mi mente.

Me robaron ni bien llegué a Buenos Aires, la casera a la que le alquilaba era una déspota que disfrutaba de perseguir y molestar a los inquilinos que se atrasaban media hora en pagarle. La gente era fría, distante y experta en ignorar los problemas de los otros con tal de resolver los suyos. Los trabajos en los que era aceptada pagaban miseria y te esclavizaban sin ningún tipo de vergüenza.
Y así, entendí que no siempre las cosas funcionan con trabajo duro y buena voluntad. Sin embargo, conforme pasó el tiempo, noté que los ciudadanos de La Capital no eran tan diferentes de las personas de mi pueblo; se levantaban de madrugada cuando el sol todavía no despertaba para luchar contra el clima, las malas temporadas, la gente que no quiere avanzar y en cambio quiere arrastrarte, y aún después de un agotador día de trabajo, siguen ahí, luchando y levantándose una vez más para llevarle algo de comer a sus familias.

Entendí que lo esencial no es el trabajo duro y buena voluntad —aunque claro que es muy importante—, sino qué es lo que te lleva a dejar tu sangre en la pelea y saquear toda tu voluntad para aguantar en esa dura lucha. Lo que te motiva, lo que hace que te levantes cada día, es lo que hace la diferencia entre poner un pie delante del otro, o rendirte y dejarte caer en la lona.

Cuando el conocimiento se hizo fuerte en mí, fue cuando realmente comencé a dar batalla en vez de soportar los golpes. Fue entonces cuando superarme significó algo más, cuando la derrota tanto como las victorias cobraron otro sentido. Y fue bajo ese mismo razonamiento, que me encontré declarándole la guerra al desconocimiento de no tener idea de qué sucedía con mi hijo.

Detrás de su pulcro escritorio de profesional respetado, el doctor Galván trataba de calmarme a base de palabras suaves y gestos con sus manos, o tal vez intentaba poner una barrera entre él y mi modo mamá súper sobreprotectora. De seguro afuera del consultorio la gente se preguntaba qué onda con loca que no dejaba de gritar: «¡no me calmo nada!» cada vez que iba a la consulta con el pobre médico.

Sí, se puede decir que había llegado al colmo de mi paciencia.

Mateo Páez, mi hijo, no estaba bien y alguien, no me importaba quién, me iba a decir qué era lo que estaba mal con mi hijo, así tuviera que golpearle la puerta a todos los benditos médicos de Buenos Aires o del bendito país. Y me quedaba en el país nada más que porque el presupuesto no daba para salir de este.
Se salvaron los médicos del resto del mundo.

La decisión no vino por algo en particular, de hecho luego del incidente en el jardín y una larga charla con mi bebé, bueno, más bien tendría que decir monólogo con mi bebé, porque él se dedicó a asentir y fruncir el ceño, gesto que retorcía mi corazón al notar el parecido a su padre. No podía con eso a veces. Sin embargo no, no fue después de eso.

Fue un día cualquiera, durante las vacaciones de invierno, que Mateo jugaba en su habitación y yo lo llamaba para cenar. Al ver que no salía entré a su pieza a buscarlo, él estaba tan concentrado que al parecer no me escuchó. Había juguetes, lápices y demás cosas desperdigadas por ahí y yo, como buena madre loca de la limpieza y el orden, comencé a juntar las cosas y ponerlas sobre la pequeña mesita cercana a su ropero cuando, de la nada, gritó tan fuerte que incluso a mí me dolió la garganta.

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