Capítulo 41: cerrando ciclos

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Nunca deja de sorprenderme las vueltas que da la vida.

Un día podés estar en la cima del mundo, eufórico, sin miedos ni preocupaciones, y al otro, caer a lo más bajo, roto, sin nada.
Esa extraña simbiosis entre lo mágico y lo oculto, entre la luz y la oscuridad, era uno de los más grandes misterios del universo para mí, de las cosas de la vida que por su misma cualidad de no tener explicación, lo volvía todo más complicado. Pero más difícil todavía, era encontrar un equilibrio, justo en medio de las dos puntas, y quedarse ahí lo mejor posible.

En algún punto, incluso en medio del caos, del ir y venir del trabajo, a casa, a las reuniones con Mariano, a las sesiones de Mateo... A pesar de todo ello, de alguna forma encontramos cierto equilibrio. Éramos felices a nuestra manera, yo lo era, y ver a mi familia y amigos crecer sanos y fuertes, me llenaba de satisfacción, de orgullo, de amor.

Pero por supuesto, no existe la perfección en este mundo. Nada permanece estático, todo se transforma, todo cambia, ya sea para bien o para mal, a favor o en contra, ninguna cosa existente permanece igual.

En mi caso, había algo en mi interior que no me permitía disfrutar de esa alocada etapa de mi vida con plenitud. Mateo crecía hermoso y tan inteligente. Anita, Vivi, Raúl e incluso Emanuel eran cada vez más importantes en mi vida, parte esencial de esa felicidad. Todo marchaba bien, dentro de lo posible, con sus días malos y buenos, pero faltaba algo.
Había algo en mi interior que no me dejaba disfrutar por completo. Una espinita en mi consciencia, una susurrante voz que me recordaba que había algo inconcluso en mi vida.
Algo necesario, aunque doloroso, por hacer.

El recuerdo de Sergio volvía a mi mente cada vez más seguido por aquél tiempo. No se trataba de anhelo, no es como si lo quisiera de alguna forma de vuelta en mi vida, pero el tiempo había pasado, yo ya no era la Lorena de veintiún años embarazada y sola, ya no, por lo que mi punto de vista ya no era igual que antes.
Se podía decir que había madurado.

En algún punto del camino, logré perdonar el dolor que la partida de Sergio me causó. Puedo admitir que fue bueno para ambos, nos estábamos lastimando, ya no éramos los mismos y a veces el amor no alcanza para mantener unidas a las personas.
Me llevó mi buen tiempo aceptar que nunca fue mi culpa, no del todo al menos, tampoco la de él por completo. Ambos fuimos culpables de que lo nuestro terminara, sin darnos cuenta tomamos caminos diferentes incluso cuando vivíamos juntos.
Dolió, claro que sí, pero llegué al punto de poder decir que Sergio fue algo bueno en mi vida, no era más "el innombrable" como solía llamarlo, ahora podía admitir en voz alta que fue alguien importante, y que gracias a él, tenía conmigo al ser más valioso en mi vida: mi pequeño Mateo.

Creo que en algún punto me convencí a mí misma que no era necesario que Mateo supiera sobre su padre. Mi corazón todavía sangraba con su partida, lo que me hacía reacia a compartir con mi hijo sobre él. Era injusto, lo sabía bien, pero el dolor muchas veces nos hace egoístas, inclusive con los que amamos.
Creo que Mateo lo presentía, porque jamás me preguntó por su progenitor. Nunca quiso saber por qué su apellido era igual al mío, por qué sus compañeros tenían papá y él no. Quise creer que estaba bien, que no necesitaba esa información para ser feliz, pero mi corazón se rompía un poco más cada día del padre cuando venía a casa con tarea de la escuela, con actividades para hacer con papá, tareas que él no podía hacer.

Aunque no lo dijo en voz alta, sé que se hacía preguntas, que tenía dudas, inseguridades, como todos los demás. Recuerdo a la perfección un día cualquiera, yo había vuelto de trabajar, cansada, para encontrarlo absorto en un nuevo proyecto artístico. Mateo ya comenzaba a ser más y más reconocido, dentro y fuera de su escuela. Estaba tan concentrado que no me escuchó, sus manos se movían ágiles sobre el lienzo, los colores se mezclaban, era una obra en proceso, pero al pararme detrás de él me impactó de todas formas.

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