Golpear.

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Han pasado trece años desde la última vez que viste a tu padre

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Han pasado trece años desde la última vez que viste a tu padre. Exactamente desde el día en que tu madre decidió dejar una relación en la que solo sufría, huyendo de casa con una mochila, un rastro de moretones en la espalda y su único hijo tomado de la mano.

Pararon en casa de tus abuelos, que los recibieron con las puertas abiertas y un fuerte abrazo para cada uno. La abuela te dejó comer todas las galletas de chocolate que se te antojaron y tu abuelo preparó un café que ni tocaste. A esa edad no era de tu gusto y, si alguien te dijera que en el futuro te encantaría en todas sus formas, no le habrías creído.

Más tarde fuiste a la cama, pero no pudiste dormir hasta mucho después de la medianoche. Tu madre y tus abuelos habían evitado el tema cuando estabas presente, así que mientras ellos te creían dormido escuchaste los susurros y el llanto. Recordaste que, mucho antes de tener tus propios moretones y eras más pequeño y tenías miedo de los monstruos en el clóset, era tu padre quien te calmaba. Y aunque nadie pudo notarlo, también lloraste.

A la mañana, él apareció en la puerta y tú te hiciste un ovillo bajo la cama al darte cuenta de que estaba ahí. No lo dejaron entrar, por supuesto.

—Le vuelves a poner una mano encima a mi hija —escuchaste decir al abuelo, con una voz gélida que nunca habías oído antes—, y yo mismo te vuelo los sesos.

Las semanas siguientes a eso pasaron volando, mientras los adultos lidiaban con todo el caos del divorcio y una denuncia por violencia doméstica y tú veías caricaturas y abrazabas más fuerte a mamá. Durante un tiempo, fuiste tan solo un espectador de tu propia vida.

Un día, entre los ires y venires de la escuela, pasó algo. Un mal comentario, dicho en un mal momento, que desgraciadamente escuchaste. Porque, ¿quién dice que los niños de diez u once años no pueden ser maliciosos y burlones?

Lo golpeaste, lógicamente.

Una, dos y más veces con una fuerza que nadie adivinaría que tenías. Y no te detuviste hasta que te separaron de él. Con algo de suerte, no lo heriste tanto como se esperaría y tu madre logró entenderse con los demás adultos. Te suspendieron, por supuesto, y no saliste ileso sin regaños, sermones preocupados y la prohibición de caricaturas por lo que te pareció un largo tiempo. Lo gracioso del asunto es, que ya ni siquiera recuerdas qué dijo.

Esa noche volviste a ser presa del insomnio, que sería frecuente en el futuro. Fuiste al baño en algún punto de la madrugada y, al observar el espejo, viste algo más que tu reflejo: viste a tu padre. Lo viste ahí, en el color oscuro de tus ojos y en la forma de tu nariz. Bajaste la vista hacia tus manos y ahí estaba de nuevo, oculto en las heridas de tus nudillos ocasionadas al golpear.

Entonces, te diste cuenta. Te diste cuenta de que eras como él y lloraste. Te diste cuenta de que tú eras el único monstruo al que debías tenerle miedo. Te diste cuenta de que las personas como tú son una mancha en la sociedad, no más que la oscura mugre del mundo. Te diste cuenta de que las personas como tú solo existen para herir. Te diste cuenta de que las personas como tú no merecen vivir. Y sentiste miedo.

He estado contigo desde entonces.

Diablillo.Where stories live. Discover now