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Luego de la tristeza y la autocompasión, vino la ira. Y vaya que vino. Sólo se salvó su taza favorita por estar en el fregadero, el resto formaba parte del desparramo del suelo. Hasta la pared había sufrido un par de puñetazos, asiéndose pasar por la cara de Sherlock y de Mycroft de forma intermitente.

Vaya, su psicóloga tuvo razón en su momento, él era un ser violento.

Una vez que estuvo agotado físicamente, volvió a sentarse en su butaca. Solo le quedaba meditar.

Ahora le veía sentido a varias cosas: el comportamiento de Mycroft, la poca concurrencia al sepelio, la falta de velorio, la falta de documentación que había cada vez que Molly se negaba a proporcionársela durante el primer año que tuvo fuerzas para pedírsela.

Y también las palabras de Mycroft. Su hermano era lo más importante y haría todo por él. Incluso follar con su compañero de piso para mantenerlo cuerdo.

No, no era cierto, estaba siendo injusto. Se obligó a ser racional con ese punto, aunque la ira del momento quería echarle la culpa de ser un cabrón de lo peor, recordó ese día en que se habían reconciliado luego de un mes. Mycroft no solo lo había cuidado como mascota de su hermano, también lo quería para él. Ese pensamiento lo estremeció.

Ya debía estar atardeciendo, a juzgar por el ritmo de la calle que se iba atenuando de a poco. Estuvo bastante tiempo sentado en su butaca, lo único que no tenía destrozos encima. Sabía que tenía que planear una línea de acción de ahora en más, pero no se le ocurría nada agradable. Quería castigarlos, pero a la vez no quería verlos; quería gritarles un par de cosas absurdamente dolorosas, pero sabía que se arrepentiría luego. Si alguien sabía sobre la fragilidad de los Holmes era él. También quería juntar sus cosas y largarse a otro continente, pero la angustia de saber que no vería de nuevo a ninguno de los dos se colaba despacito entre la furia que le daba la determinación.

El sol se estaba escondiendo, había una fina línea de luz naranja que dibujaba el paso de los minutos y horas sobre el piso de parqué y los trozos de vidrio sobre él. En cualquier momento oscurecería y no vería nada.

Subió ambas piernas sobre el sillón y observó los minúsculos cortes que tenía sobre la línea de los soquetes, su pantalón de mezclilla no alcanzó a protegerlo del todo.

Suspiró, hartándose de tanta autocompasión. Pensó divertido que las escenas de histeria le duraban muy poco. Ya quería ver a esos dos y pedir una explicación. Aunque para eso necesitaba llamarlos, y realmente dudaba que su teléfono aún funcionase ya que fue lo primero en estrellarse contra la pared.

Alguien llamando a la puerta le dijo que tal vez no fuese necesario. Y sabiendo que eran los dos cerebros más grandes de Inglaterra no tendría ni que haber dudado sobre su capacidad de reconocer el momento justo para aparecer en su puerta. Puerta con llave y pasador.

-A ver genios, como se las arreglan para entrar...- murmuró para sí mismo divertido, mientras escuchaba como lo llamaban a través de la madera.

Tres minutos para abrir la puerta, medio para maldecir el pasador, y dos para quitarlo. Se estaban poniendo blandos, aunque puede que la discusión que mantenían los retrasase de su objetivo.

Entraron a presión, como si hubiesen estado apretados entra la puerta hasta que esta cedió y los dejó pasar.

John tenía una buena vista de ellos, pero ninguno lo miró directamente, primero analizaron el desastre de la casa, luego la cocina y finalmente Mycroft lo buscó donde sabía que estaba. Sherlock tuvo que seguir su mirada dado que no estaba familiarizado con el ambiente.

ComplementaciónWhere stories live. Discover now