Capítulo 35

653 27 1
                                    

CAPÍTULO       35

 

 

 

Llevaba dos días en esa minúscula habitación. Sin contar el hecho de que tenía que compartirla, aunque debía admitir que mi compañero apenas pasaba por ahí, solo a traer o retirar la puñetera bandeja con la comida. Echaba de menos las tortitas de la señora Perquins, aquellas guarniciones de pan y pescado estaban comenzando a darme nauseas. Si tenía suerte, algunos días lo combinaban con arroz blanco.

Estaba imaginándome cómo les echaba sirope de chocolate a aquellas maravillosas tortitas cuando el estómago comenzó a rugirme con furia. “Se supone que debo ir perdiendo el apetito”. Bajé de la cama, los últimos dos días allí enclaustrada me habían ayudado a recuperar algo de energía, para ser sincera, cuando llegué tenía las reservas tan bajas que ni siquiera podría haberme movido de aquel cubículo aunque Christian no me hubiera advertido sobre el resto de habitantes de aquel dojo.

“Que raro”. Hubiera jurado que Christian se retrasaba en traerme el desayuno. Me levanté y me quedé pensativa observando la ventana. Era una imagen realmente espectacular, una circunstancia especial que sientes que debería ser inmortalizada, como cuando se te cae una tostada de mantequilla de cacahuete por la parte untada y queda adherida al suelo formando un curioso lienzo en la baldosa, mientras tu maldices la fuerza de la gravedad, o como cuando alguien queda recortado de perfil contra la luz del atardecer. Recorrí la estancia con la mirada, no encontré lo que buscaba, así que me dirigí al baño y cogí papel higiénico. Me senté en el escritorio y comencé a plasmar la imagen con ceniza sobre el papel higiénico (no es que se le pudiera llamar estrictamente papel higiénico, pero era apto para sacar a alguien de un apuro). Para la ceniza quemé algunos trozos de ese papel algo grueso. Me unté los dedos y quedé realmente satisfecha con el resultado. No recordaba haber pintado nunca, pero en ese momento había sentido la gloriosa necesidad de hacerlo.

Después de mi momento artístico me quedé de pie en la  pequeña estancia, sabía lo que debía hacer, no podía seguir demorando aquel momento, pero estaba exprimiendo al máximo los cómodos últimos minutos de tranquilidad. Me dirigí a la puerta, pegué el oído a ella, se podían distinguir distintos ruidos provenientes del exterior. Inspiré profundamente y empujé la puerta corredera de papel (estilo japonés). La pequeña plaza que había visualizado a mi llegada apareció bajo mi campo visual, estaba repleta de intimidantes figuras. Estaban todas en una agrupación perfecta de filas. Todos acompasados realizaban los mismos movimientos, me recordó a la película Mulán. Reconocí al maestro observando pensativo a sus alumnos. Me senté en el corredero superior con las piernas colgando. Paseé la mirada entre los aspirantes a ninjas pero no encontré ni rastro de Christian. Agradecía estar “parcialmente” al aire libre.

Algo parecido, o directamente un “Gong” sonó a lo lejos, provenía del pequeño jardín Zen. Agudicé la mirada, había una sala algo espaciosa con mesas. “Supongo que es el comedor”. Mis tripas rugieron instantáneamente. Los alumnos se flexionaron hacia delante todos al unísono, realizando así una reverencia y rompieron filas. Sin la necesidad de ejercitarse, algunos ojos repararon en mí. Me estremecí al cruzarme con sus miradas, pero seguí inmóvil en mi sitio. Noté cómo me señalaban con la cabeza y murmuraban.

Se formó un corro en aquella plaza cuadrada, para mi sorpresa se colocaron un alumno en frente de otro. Ambos eran de complexión atlética, solo que uno algo más alto que el otro. Poseían rasgos orientales y ropas holgadas, pero que se ajustaban en las extremidades (estilo ninja). Todos iban de blanco. Los dos jóvenes del centro comenzaron a luchar, me sorprendió ver que se trataba de un arte antes que de una pelea desagradable (claro está sin tener en cuenta al joven que recibe los golpes), fue entonces cuando comprendí el nombre de “artes marciales“. Parecía una danza, completamente coordinada, se lanzaban golpes que el otro esquivaba y así sucesivamente, hasta que la cosa avanzó y uno de aquellos luchadores acabó en el suelo con la nariz sangrando. Al parecer era un ejercicio por libre, el maestro no estaba con ellos. Reconocí a dos chicas en la pista, me impresionó su agilidad a la hora de luchar, era increíble. Me di cuenta de que tenía ganas de aprender, necesitaba saber defenderme, aquella sensación de impotencia cuando Electro me agarró me perseguía. Odiaba sentirme así, vulnerable, débil, quería aprender a defenderme. Sin saber a qué se debió, sentí que en antaño también quise aprender artes marciales, un “deja vu“.

Incandescente PUBLICADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora