Capítulo treinta y dos.

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Bogotá, Diciembre de 2011.

          

Aparté su flacucho cuerpo de un pequeño empujón, escuchando la manera en la que ambos labios se destrababan por la fuerza y el anhelo con el que besaban los míos. Abrí mis ojos para observarlo, tal como me gustaba, después del beso; lucía vulnerable y hermoso, y sus labios estaban cubiertos por una fina capa de brillo que me impulsaba a besarlo e nuevo.

Solté una pequeña carcajada, a la cual él se unió milisegundos después. Suponía que ese tipo de felicidad, efímera y profunda, era la que se sentía cuando estabas cara a cara con la persona dueña de tu corazón.

A pesar de todo, tenía pleno conocimiento de que no podía decirle que le amaba aún. Era muy pronto; demasiado pronto, excesivamente pronto. Y aunque el sentimiento había persistido en mi corazón durante más de dos años, él apenas estaba empezando a conocerme. Tenía miedo de espantarlo demasiado rápido, demasiado fácil.

—Luces hermosa a la oscuridad, ¿sabías? —Me preguntó, llevando una mano a mi cabello castaño cenizo para acariciarlo entre sus dedos pulgar e índice. —A la luz no tanto, pero me conformo con poco.

Hice una mueca y le pegué un pequeño codazo, lo que lo hizo encogerse en su abdomen y alejarse unos pasos de mí.

Aproveché esta nueva distancia impuesta para sentarme en la pequeña cobija que había puesto sobre el césped. Cerré mis ojos, disfrutando del frío de la noche; si en Bogotá hacía frío, La Calera era el ártico. Sin embargo no le puse mucho pereque; me gustaba mucho la situación como para empezar a quejarme.

—Bueno, Villamil, ¿y cuándo va a servir la comida? —Le pregunté, medio en tono de broma, medio en serio. Abrí mis ojos para admirar las luces de la ciudad que se esparcía a lo lejos y empecé a pensar en la vida de las personas que habitaban en cada casa, en cada apartamento, debajo de cada puente, a la vuelta de cada esquina. Vivía en una masividad constante y pocas veces me paraba a meditar sobre lo efímera que era la vida de alguien y lo imbécil que había sido al empezar a aprovechar ese tiempo concedido hacía unos pocos meses.

—Por poquito y me trata como esclavo. —Me reprochó. Sacó una cajita de Nuggets en la que estaban servidas las papas con cheddar y tocineta. Lo miré con agradecimiento y abrí la caja.

—¿Por qué me engañaste con eso de McDonalds? —Le pregunté, suspirando. Agarré uno de los vasos de plástico que contenía té de limón y bebí un sorbo minúsculo.

—Eh, no te he engañado. —Se excusó, sentándose a mi lado. Dejó las bolsas sobrantes en medio de ambos y agarró su teléfono para cambiar el género de música. Esta vez puso un blues suave.

—¡Claro que sí! —Negué con mi cabeza, llevando una papita a mi boca. —¡Estamos en La Calera, no en McDonalds!

—Pero hay comida de McDonalds. —Señaló con su dedo las bolsas. Sacó de una de ellas una hamburguesa de doble queso. —Y menos mal la elegí yo, porque habrías elegido algo con pollo.

—¿Qué tiene de malo el pollo? —Elevé mi ceja. Miré la caja de las papitas, en las que decía 10 McNuggets y solté una carcajada.

—Qué cosa más asquerosa. —Arrugó su nariz. Se veía tan adorable que me dieron ganas de robarle un beso, pero un pedazo de tocino había ocupado el lugar de mis labios.

—¡Deja el pollo en paz! —Me quejé, soltando otra carcajada.

—Me pierdes, Irina Muñoz, me pierdes. —Negó, dramáticamente, y luego mordió la hamburguesa que suponía le correspondía a él.

La Última VezWhere stories live. Discover now