Capítulo treinta y ocho.

2.8K 209 15
                                    

Bogotá, Diciembre de 2011.

Mis ojos se estaban acostumbrado a la fría penumbra en la que se habían sumergido en el momento en el que perdí el conocimiento. No recordaba demasiado qué sucedió, ni lo que había seguido en consecuencia a ello. Simplemente me había lanzado al vacío con los brazos extendidos sin detenerme a reparar las consecuencias ni qué sucedería en el segundo en el que mis huesos crujiesen contra el duro y gris pavimento.

Todo eso metafóricamente, claro. No sabía qué había sucedido con mi cuerpo físicamente después de que un mareo estruendoso se adueñase de mi cerebro y me obligase a cerrar los ojos.

Sólo recordaba a Juan Pablo llamándome con desesperación. No sabía si había tomado mi rostro y había intentado hacerme despertar a toda costa, pero si ese era el caso, no había funcionado.

Las imágenes efervescentes en mi campo visual aparecían y desaparecían en cuestión de segundos. ¿Era aquello a lo que llamaban el túnel de la vida? ¿Estaba muriéndome?

No.

Tardé en acostumbrarme a la incipiente luz que amenazaba con interrumpir mi pacífico descanso. Me costaba abrir los ojos sin que estos se sintiesen pesados, porque a pesar de que mi estado inconsciente era algo que se había adueñado de mi cuerpo, teóricamente el descanso que se proponía a hacer efecto sobre el mismo era nulo por completo.

Me dolía la cabeza. Sentía la boca reseca y mi anatomía pedía a gritos agua, suero, lo que fuese que la hidratase. No encontré a nadie en el mismo instante en el que mi cuerpo se dignó a despertarse, pero no hacía demasiado reparo en ello, al menos por el momento. Específicamente, porque no tenía siquiera la idea de en donde me encontraba. Mi cerebro aún estaba aún muy adormecido como para alertarse.

Solté un jadeo. El dolor llegó a mi cabeza como un relámpago en una tormenta eléctrica; constante, como si ese fuese su trabajo. Tas, una oleada de dolor. Tas, otra. Palpitaba, continuo, periódico. Volví a jadear, pero el propio sonido de mis lamentos me atormentaba.

De repente, la puerta se abrió de par en par, ocasionando que de mis labios se escapase otro poderoso jadeo. La figura masculina que atravesó el marco que dividía ambas habitaciones se abalanzó sobre mí instantáneamente.

—Estás bien. —Susurró, abrazándome como si la vida se le fuese en ello. Sus brazos rodeaban mi dolorida cabeza, pero aquel olor era inconfundible, aunque en aquellos momentos no me alegraba precisamente inhalarlo. Estaba molesta con él. Además, era tan dulce que podía vomitar en cualquier momento. —Estás bien. —Repitió.

—Supongo. —Intenté contestarle, pero mi voz sonaba ronca y rasposa. Aclaré mi garganta, lo que me recordó que estaba tan seca como si hubiese desocupado mi estómago hacía unos minutos.

—Estás bien. —Repitió, e instantáneamente buscó mi frente, mis mejillas, mi rostro en sí con sus labios. —Virgen del Carmen, el susto que me metiste.

—¿Disculpa? —Carraspeé, apartándolo con suavidad de la cercanía que había impuesto entre ambos. —¿El susto que te di? ¿Y yo qué culpa tengo en todo esto?

Juan Pablo soltó una carcajada, sin poder creer del todo la imagen que se asomaba en frente de sus ojos. Se veía cansado, con las patas de gallo marcadas a pesar de su corta edad. Sus ojos grises se veían atormentados y reflejaban agotamiento, angustia, dolor y, sobre todo, frustración. Pero aquellos sentimientos negativos eran opacados por el alivio de verme bien, de verme viva.

—No puedo creer que después de todo sigas teniendo ganas de discutir. —Soltó, mordiendo su lengua. Evidentemente, lo hacía para picarme un poco, pero no estaba de humor para aquellos juegos. No me sentía del todo bien.

La Última VezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora